Vicente Verdú
Todos los amantes consiguen estimular su relación mediante las oportunas sorpresas, siendo la sorpresa -en el regalo, en el beso, en el encuentro, en el viaje- el mole del buen amor. El mole que mola en la relación picante y que la adoba hasta el apetitoso punto de su reinauguración.
Como un paño que saca brillo a la superficie de un objeto, la sorpresa realiza sobre lo conocido la función de devolverle luz. Cuando la relación se alarga y las sorpresas decaen, una humedad melancólica (una algia del corazón) se posa en la bandeja donde hasta momentos antes se servían acontecimientos impronosticados y conmovedores.
La previsibilidad es la madre de la descomposición. La rutina siempre actúa como un eficaz roedor de casi cualquier cosa y sólo cuando la edad no desea saber más, cambiar nada más, no conocer a más gente, lo rutinario cumple un papel feliz. La felicidad consistente en la conclusión o el acabamiento en un perfil personal y circunstancial que define y cerca la seguridad del territorio.
La edad avanzada halla en la rutina una confiada forma de protección porque un más allá desconocido se hace temible y un trastorno, cualquiera que sea, no conllevará sino algo peor. Antes, sin embargo, de ese último intervalo biográfico, la sorpresa es adrenalina, composición de color y sabor. Con la sorpresa, aumenta el nivel de deseo y degustación puesto que en el sistema general de la comunicación, la noticia es su máxima materia prima. Noticia y sorpresa se cruzan en su búsqueda de impacto. Es tanto más valiosa y emotiva una noticia cuanto más sorprendente es. En la prensa, en la televisión, en la publicidad, en la ciencia o en la religión, la noticia, el milagro, la hecatombe, la serendipity forman una comunidad de la misma naturaleza. Gracias a lo sorprendente creemos que el mundo no ha revelado todavía la totalidad de sus secretos, ni el amor o la película ha dado todo de sí. En consecuencia merece la pena permanecer aún en la sala. Vivir para ver.