Vicente Verdú
En el amor, el bien de mayor valor que intercambian los amantes es su soledad respectiva. Esta sentencia cuyo autor he olvidado y no me encuentro en condiciones geográficas de averiguarlo viaja desde la obviedad a la trascendencia y de la trascendencia a la simpleza con facilidad absoluta.
La soledad es el líquido indispensable para ser idéntico y sin la identidad sería imposible amar. Visto de este modo, el intercambio de fluidos que tiene lugar en el amor no sería otra cosa que el trasvase mutuo de la soledad propia de cada cual y, como consecuencia, la relación se comportaría como un dibujo de vasos comunicantes. Si ambos segregan un volumen similar de soledad la conexión alcanza el punto de franqueza perfecta. La entrega de soledad a medias, sin embargo, aquella que guardaría la otra mitad para consumo propio perjudicaría a la relación con su reserva.
Cruzadas las mismas soledades en un intercambio igual se consolida la acción conyugal que simboliza físicamente el canje de las arras pero que la materia de la soledad traspasa y supera. Porque ¿dónde se hospeda el alma sino en el garito de la soledad? Y ¿dónde se conserva mejor ese hálito vital que en el aforo de la propia naturaleza? Extraer la soledad de su aposento original y regalarla a otro es igual a perder el alma o perderla en el otro.
Significa olvidar el control del aliento y confiar su destino a la voluntad vivencial del amado. El amado respira, desde ese momento, por nosotros o nosotros no respiraremos en adelante sin su participación.
La suma de los fluidos solitarios llega hasta el punto en que se hacen indistinguibles la dualidad de sus ingredientes y aquello que la pareja rezuma a través de su felicidad no será sino el consomé o el tósigo que ambos han dispuesto para vivir o perecer juntos en la misma unidad del suspiro.