
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Como ocurre cuando tras sentir hambre se continúa sin comer y se sigue ayunando, la sensación de cualquier cosas se desarrolla a través de una narración interna que no conoceremos nunca si nos afanamos, siendo molesta, en interrumpir su proceso. La tristeza es una de estas emociones que a menudo tratamos de espantar como si fueran sólo el mal que se percibe cuando llegan. La tristeza, el dolor, la adversidad, el fracaso o la decepción, cualquiera de estas sevicias en sus diferentes grados, poseen una capacidad de evolución interior que, siendo humanos, no ofrecen un interesantísimo surtido argumental y referido a nuestra ordinaria condición y sin duda al núcleo fundacional de ella.
No se trata de referirse al estoicismo, el masoquismo o incluso en el cristianismo sino solamente a la secuencia real y viva. La tremenda vitalidad del mal espanta y, a menudo, su fuerte resplandor induce a cerrar los ojos. Sin embargo, los brillantes pozos del mal, los oscilantes movimientos subterráneos del dolor, los socavamientos de los celos, componen una zoología de la humana oscuridad que ninguna película de terror, ningún libro mortificante ni posible grabado de los horrores es capaz de consignar. La única posibilidad de asistir en vivo a ese espectáculo es a través del yo mismo sazonado de dolor, yo mismo en plena cremación o en cualquier actualidad de la tortura. Y todo ello detectado, observado y explorado como el organismo de un animal propio e interior que, finalmente, ensoberbecido, en su mismo veneno se ahoga.