Vicente Verdú
A las ganas de salir por ahí, se opone la delectación de permanecer encerrado en casa. Al gusto por ser visto se opone el delirio de la anhelante desaparición.
No será posible dilucidar con precisión qué clase de tendencia o elección proporcionarían mayor placer. Salir es exponerse tanto como probar un catálogo de probables experiencias que nutrirían el caudal de la vida. Encerrarse es, por el contrario, arriesgarse a la aminoración relacional pero también abrazarse a la sabrosa densidad de la vida estanca.
De cualquier opción, como no podía ser de otro modo, la vida se remueve en su seno, se conturba más o menos y evoluciona hacia una u otra alteración.
Contra lo que pueda parecer la vida no se desmaya al aislarla o agitarla: se fortalece o enferma, engorda o pierde peso, canta o piensa en silencio, sin que esto conlleve su menoscabo de su valor.
Porque lo ideal, no cabe duda, sería la posibilidad de regular en más o en menos la intensidad y el valor de la vida que circunstancialmente se está en condiciones de aguantar. De aguantar, de revolver o de transgredir.
El resorte que acomodara la presencia de la vida a los cambiantes estados de ánimo conseguiría, nada menos, que el ánimo determinara la vida y no que la vida determinara nuestro ánimo. Siendo así, la vida se hace dominante y, con frecuencia, incómoda porque su conducta evoca la acción de un animal que desde su ignorancia, su narcisismo o su veleidad, nos estorba o nos lame, nos regala una caricia o se cobra un bocado.
Regular el volumen de la vida ha sido una aspiración central de los estoicos y, en general, de todos los autores que se benefician hoy de los libros amarillos destinados a la autoayuda.
Los resultados, como resulta cabal, suelen ser decepcionantes. No es el ánimo quien orienta la vida sino que las pompas de la vida, en forma de salud, de fortuna, de amor o de ilusiones, decide la conformación del conjunto animado y nosotros, como partículas en su seno, somos afectados, queridos o desdeñados.
Para protegerse de este azar vital, tan despiadado a veces, ¿vale la pena encerrarse en el hogar? La pena tiende a encerrarnos entre muros y en el encierro, comúnmente, la pena, como en las mazmorras, crece. Pero ¿podría tramarse acaso un confinamiento de tal especie que no dejando resquicio a la ventilación consiguiera que la pena se amustiara y, al cabo, fuera arrugándose o reviniéndose como una uva?
La pena traducida en lágrima o en gota de penitencia ¿permanecería indemne a la desecación del recinto sellado? ¿Podría la pena matar desde esa celda hermética y transmutarse en un elemento todavía peor, impulsado a la devoración y al crimen instintivo, ineluctable, salobre, extremo?