
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Cuando las cosas se pierden, no sólo se altera la normalidad, la estructura personal se pone en cuestión. De ahí se aprende la estrecha dependencia entre el yo y el mundo.
No hay una constitución personal desde la que se observe la peripecia sino que somos nosotros, realmente, la misma peripecia. No somos desde luego un punto sino una carrera, no un punto de partida o de llegada sino un trazo tan frágil que ni siquiera, en ningún momento, hay certificado alguno escrito. Ni el mismo pasado se asienta como una materia relativamente consistente puesto que cualquier balance de su contenido fluctúa, se tambalea y se vuelve a diseñar a través de la reforma incesante que la memoria realiza al quererlo aprehender.
La pérdida de la memoria no es así una fatalidad sobrevenida en un momento preciso sino que se pierde o se escabulle a la vez -entre otras circunstancias- con los objetos que se pierden y de cuya memoria siempre guardamos una imagen falaz.
Porque, en definitiva, ¿de qué objeto conservamos una imagen correcta, cabal u objetiva? O bien: siendo nosotros a la vez el máximo objeto de perdición, actores de la pérdida que nos mata y de las pérdidas ocasionales que nos extravían, ¿cómo suponer que alcanzamos a poseer una clara estampa de nuestra realidad, un saber de nuestra existencia, un grado pertinente de nuestro ser o no ser?
La Gran Crisis actual lleva a sentir la totalidad del mundo sumido en este trance de perdición pero, a la vez, puesto que sobrevino de súbito, ¿cómo poder reconstruir aquello que desapareció de manera mágica? ¿Cómo creer que hubo un antes del que partimos en lugar de un antes fantasmal en el que hace tiempo que nos disipamos?