Vicente Verdú
Entre aguas
apreciablemente rotundas
el alma
era una nimia vela
de seda.
Un milagro
que se estrellaba
en silencio
sobre la lona blanca
mientras
su brillo creciente
regresaba
al cuerpo
como un faro
translúcido.
Un espíritu
conservado
entre una fría
incandescencia
de piedad.
Una lumbre
de dorado carbón
que marcaba
el orden de la visión,
la forma de sintetizar
en la pupila ya metálica
la materia objetiva
del pánico,
más dura
y compacta
de lo que se pudiera
imaginar.
Firme materia de pánico
que se colmataba
como una esfera
en una zona
antes blanda o gaseosa.
Un lugar crucial
y central
biológicamente importante
y que, con yodo,
brindó la clave de la
inesperada gravedad.
No hubo, en consecuencia,
prescripción
para una intervención curativa,
-dijeron-
puesto que el fulgor
del PET-TAC
que guiaba el pronóstico
indicaba claramente
una impensada navegación
entre tinieblas niqueladas.
Entre sombras baldías
o baldeadas
y eminentemente
propensas
al abismo.
De seda.