Vicente Verdú
No son muchos
los días
de buena suerte.
Muy a menudo
cae la
moneda
del lado aciago
y nos toca
nadar
en sus
aguas sucias.
Por el contrario,
cuando no es así
y la cara aparece
reluciendo
se levanta una
edificación personal
muy insólita,
de cemento firme
y acero de Pensilvania,
dónde, accidentalmente,
viví.
Esta reveleración,
casi inédita,
presidida
por el resplandor
americano del metal.
Metal del alborozo
yanqui de los años cincuenta
permite
no pensar en nada.
Sólo en el sexo
rubio del ligue
ante el cine
al aire libre
y en cinemascope.
Pensar en nada,
qué bendita
facultad.
Puesto
que todo
pensamiento sostenido
lleva a la
alcantarilla
del ser.
No es pesimismo
ni amor a la basura
sino conclusión.
Sólo conclusión.
Defunción o terminación.
Ante cuya insignia
podrida
se alza
el júbilo de vivir.
Pero ¿cómo adivinar la vida
la vida adivina,
la vida divina
sin la inmediata amenaza de morir?