Vicente Verdú
Habría querido
vivir mucho.
Y no por nada,
sino por cambiar
y cambiar más.
Estos engorros del funeral
y los seguros,
los transportes,
el enterramiento
las escalas de llantos.
Mejor habría sido
no sucumbir,
y menos a esta edad.
Seguir existiendo consigo
simplemente,
como si tal cosa,
y dejar al porvenir
sobrevenir
como un viento autónomo
Una moderada ventolera
que manda
su velocidad
sin ánimo de matar,
o de incomodar los toldos
del chalet.
Viento eterno
de modestos
aspavientos.
Propicios
para abandonarse
al hilo
de su rutas
y sólo por el gusto
de vivir su circulación.
Dejarse conducir
Con su sentido
para contemplar
cualquier otra cosa
todavía no conocida.
Aunque, sin embargo,
tampoco
quedaría garantizado
que su itinerario ventoso
y tradicional
nos amenizara tanto
como para justificar
nuestra ególatra
perduración.
La vida corriente,
la corriente del tiempo
manso
a despecho
de la frivolidad
podría cortar
los anhelos
de la imaginación.
Inrrumpiría
,acaso,
con determinación
pero sin ilusión
los proyectos,
(¿los proyectos?)
y las supuestas
invenciones.
El mundo,
en general,
aparece
lógicamente envejecido
y levanta un cristal
desportillado y opaco
ante el que ya no vale
la reparación.
Fin de las imágenes
diferentes desnudas
o inéditas.
Fin de le expectativa
(¿la expectativa?)
De otras otros colores,
otros pecados,
fin para
el nuevo cuadro azulado,
suspenso del beso adicional,
condena de la ternura,
acabamiento del dolor de cabeza
como insignia de que
las cosas son
como fueron
en el recuerdo
del optalidón o el tepazepán.
Sólo de algo, importante,
debemos gozar
por morir ahora.
Sería terrible
,en numerosos aspectos,
repetir experiencias
ya vividas
repeticiones
que hagan sentir
a la vida
sin escandaloso erotismo
y revelarse
como un producto de segunda mano,
mano grasa y manchada
de la edición anterior.
En el amor, en el trabajo
en la familia, la muerte vertical
alza una barrera
ante lo ya visto
en una función anterior.
Nos libra así
de la película
de reestreno.
Vasectomizado remedo
de la vigorosa ficción.