Vicente Verdú
Los hospitales esperan
blancos
y biselados.
Puertas de cristal
por donde resbalaría
la muerte,
en su caso,
como un garrafal
defecto
de la decoración.
Una muerte viciosa,
estéticamente excluida
del ambiente,
sobrevendría
como una mano
sucia o gris.
Inoportuno
y aciago elemento
frente al afectado
espíritu
que dicta
la desinfección.
Una mano
de sombra
que ansiara
mostrarse
como una mariposa
coloreada
del mal.
En los pasillos,
bajo las luces
entre las sábanas
esa muerte volante
husmea el cuerpo
de los enfermos
y se revela
como el presagio
que busca
succionar
en la defunción.
Los fármacos
tratan de ahuyentarla
o barrerla de la vista
pero navega firme
como una insignia
entre la luminaria
y el ocaso,
entre el oxígeno comprimido
en bombonas
y el aire turbio
de cobre
alrededor.
Aunque también,
todo hay que decirlo,
aparecen,
de vez en cuando,
frente a su influencia
boquetes azulados
de natural claridad.
Una claridad
muy feliz
que en las ventanas
anuncia
infantilmente
la inconmensurable
bendición de unos pulmones
esmerilados
de salud.