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La caza del carnero salvaje

Por 21 de noviembre de 2016 Sin comentarios

Javier Fernández de Castro

En 1987, cuando ya era muy conocido y apreciado en su país,  Murakami publicó Tokio blues (o Norwegian Wood, según la canción de los Beatles que le brindó el título) y obtuvo un reconocimiento instantáneo y prácticamente universal. Tiradas descomunales, traducción a las lenguas más importantes, premios prestigiosos y la avalancha de dinero que todo eso conlleva.

Pregunta: si con sus primeras novelas, entre las cuales hay que resaltar  La caza del carnero salvaje, ya se había ganado el favor de los lectores gracias a su humor provocativo y ameno y a unas historias enrevesadas y surrealistas pero que fascinaban incluso si no siempre se entendían bien, ¿qué necesidad tenía  de escribir  a continuación un libro como Tokio blues, marcadamente sentimental y realista y en el que recurre  a una prosa tan sencilla y directa que le iba a costar ser  honoríficamente equiparado a  J.D. Salinger?

                Si alguien se molesta en buscar en Internet la entrevista que concedió a la Paris Review  (nº 182), y  que vio la luz  justo cuando acababa de salir a librerías su novela  Después del terremoto,  es muy significativa  la respuesta que da Murakami cuando el entrevistador le formula la misma pregunta planteada más arriba. Porque dice: “No quería ser catalogado como un escritor surrealista de culto y prefería formar parte de la corriente literaria universal (literary mainstream)”.

Según y cómo podría pensarse que no solo llevó a cabo una calculada operación de marketing sino que ésta resultó ser un acierto total, pues según se dijo entonces se vendieron tantos ejemplares de Tokio blues que en uno de cada cuatro hogares de Tokio se podía encontrar un ejemplar.   

Sin embargo, cuando más adelante se pasa en esa entrevista a la cuestión de la técnica, en su respuesta  Murakami va  mucho más allá de una explicación en clave económica. “Al  empezar una novela nunca sé qué voy a contar ni a dónde me va a llevar el desarrollo”. Y precisa: “Empiezo por asociar varias imágenes y a medida que voy intuyendo qué relaciones puede haber entre ellas, primero me las cuento a mí mismo y después hago que el lector participe de mis hallazgos”.

                 Aunque de forma indirecta y algo tangencial, en esa entrevista de la Paris Review se encuentran  las claves que pueden ayudar al lector a no arredrarse ante las dificultades que le va a plantear La caza del carnero salvaje y, ya puestos, la obra de Murakami en su totalidad.

                No hay una explicación única, y mucho menos racional, para dar cuenta del carnero y sus preocupantes poderes, quizá porque tampoco cumplen una función tradicional personajes como la modelo de orejas (un hallazgo que a cualquier novelista le gustaría incluir en su propio elenco de creaciones); un amigo de indestructible fidelidad como es el Rata; el clarividente profesor y por descontado el Hombre Carnero, que volverá aparecer en otras novelas posteriores.

                El secreto para no perderse en la confusión es que el lector acepte las cosas con naturalidad según van llegando y no intente emular al autor y menos aún ponerse en plan creativo atribuyendo a las personas y sus actos intenciones y  proyecciones alegóricas  o subconscientes que vayan más allá de lo que dice el texto.

                Es muy reconocida la habilidad de Murakami para contar una historia  disparatada (si en otra de sus novelas hay un gato que habla con notable sensatez qué impide aceptar que un carnero salvaje pueda habitar en un hombre) pero lo hace recurriendo a un lenguaje sencillo, directo y cotidiano, a unos personajes cercanos y a unos acontecimientos que no tienen nada de extraordinario. Al menos de entrada, porque luego todo se complica mucho. Por ejemplo, en las primeras páginas de La caza del carnero salvaje el joven publicitario que encarna con desgana la figura del protagonista se describe a sí mismo como un tipo normal, que lleva una vida normal y al que nunca le pasa nada  fuera de lo normal. Y de su trabajo como publicitario tan solo dice que “le va bastante bien”. Quién podría pensar que sólo unas cuantas páginas más allá ese tipo tan aburrido será elegido para llevar a cabo la alucinante caza de un hombre carnero que parece querer apoderarse del mundo entero. Y todo sigue así hasta el final gracias al impulso de unas corrientes subconscientes que, curiosamente, las reconocen y aceptan lectores de todo el mundo. O sea que es una cuestión de confianza y todo consiste en aceptar que el autor sabe lo que hace y que merece la pena dejarse llevar por él. A partir de ahí todo es puro gozo, como en el Paraíso.

 

La caza del carnero salvaje

Haruki Murakami

Traducción de Gabriel Álvarez Martínez

Tusquets

 

 

 

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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