Vicente Verdú
El mundo
se había presentado
incomprensible
en unos meses.
Dos o tres años,
apenas.
Y padecíamos
los escritores, los pintores, los editores
un desplazamiento abisal.
No alcanzábamos,
con nuestras mentes,
a interpretar
los cauces maestros
del cambio público,
estético
y cultural.
Peor aún.
Con ese gran trastorno
experimentamos
tanto nuestra debilidad
como nuestra efectiva
decadencia
moral y social
Basuras ya del sistema
General
del desperdicio.
Cuota de un sucio
mundo laboral
que nunca antes
habríamos imaginado
tan próximo
a la elite creadora.
Fuerza improductiva,
ahora, esa elite,
de la que la producción capitalista,
necesitaba desprenderse.
Ahorrase nuestra
producción,
ya vana,
o ridícula incluso.
Anacrónica y arenosa.
Hablábamos del
perfume cultural
que, en otro tiempo,
culminaba en este vapor
excelente aroma
como insignia
de crédito
e identidad.
Y, de pronto,
en muy breve tiempo,
esas esencias
cambiaron su olor
entero
por la vacuidad,
el prestigio por la calderilla.
Con este
inesperado farallón
en nuestras vidas
caímos como escombreras
en un mar
salado y seco
que jamás imaginamos
real.
Caímos como desechos
o mondaduras
de una época
ya vacía
de todos
sus mejores
aderezos.
Caímos
de una época
que no necesitaba
de nosotros
sino, al contrario,
nos mostraba como
un estorbo para progresar.
¿Hacia donde?
Lo peor de todo aquello
es que no
conocíamos la contraseña
ni vislumbrávamos el porvenir.
Pobres
sin porvenir.
Ni la vista,
ni la mente
ni el sortilegio
alcanzaban
a rescatar
nuestra entidad
o concederle sentido.
Acabamos, entones,
encharcados
en la confusión.
atemorizados
por la pestilencia.
Convertidos en
desecho
del pasado
y sin redención.
Definidos como restos
podridos
de un pasado
que nunca
retornaría a la actualidad.
Seres irreales.
Seres delirantes, nosotros.
Mostrencos de la implacable
ley de la edad.