
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Numerosos pintores, empezando por Picasso, repiten que su afán es llegar a pintar como los niños. Desde luego que a un escritor no le pasaría por la cabeza decir algo de este tenor. Los niños balbucean. ¿Es el balbuceo la suprema fórmula de la expresión? No lo es desde luego para la escritura puesto que este viejo oficio abarca un gigantesco galimatías que jamás se llega a presumir o aprender pero tampoco, ni siquiera a calcular.
En la pintura, sin embargo, sucede algo radicalmente distinto y permite llegara a la conclusión de que el talento artístico no es como poseer una célula madre que puede derivar hacia la formación de un órgano u otro dentro del sistema general de las creaciones.
Con la música es fácil de adivinar esta circunstancia puesto que los niños que nacen con un oído absoluto son incuestionablemente unos elegidos para la composición y no necesariamente para cualquier otro orden. Pero ¿niños pintores? ¿Todos los niños son grandes pintores mientras son niños ¿Llegar a ser como un niño en cuanto ejemplar idóneo?
La razón, se me ocurre, de este mito debió de nacer, desde luego, con la aceptación del cuadro original e "imperfecto". Ni la pintura naturalista, figurativa y académica pensarían así. Pero desde el momento en que plasmar lo que se cree o se siente constituye el motor decisivo, la franca arbitrariedad del niño se asocia a su originalidad sin trabas, a su idoneidad precedentes tóxicos. O, dicho de otro modo: la originalidad del niño consistiría, precisamente, con su vecindad a la fuente tanto por pertenecer aún a los orígenes de su vida como por no haber recibido ninguna anilina que pudiera matizar su chorro de expresión. Del mismo modo, el niño pinta loo único como marca unívoca de su identidad. Identidad unívoca y original puesto que cuando hace no sabe quien lo hace y cuando es no sabe que es. No sólo no conoce qué es humanamente sino incluso no conoce que existencia posee ni necesita saberlo o le importa un bledo. De este modo el niño representa al puro artista de la vanguardia que se inventa lo que pinta y, simultáneamente, se inventa o se pregunta sin contestación. La obra brota como de un emisor objetivo -no subjetivo, no personal- que no se conoce ni conoce tampoco fórmula alguna para ser. No conoce, además, la necesidad de comunicarse así y mediante el juego. El artista de vanguardia provoca, se mofa de los que comunican e incluso se propone a través de su rebeldía convertir la aceptación en rechazo y todo, lo que viene a ocurrir, en juego. El niño ni espera, ni busca, ni teme ser juzgado. Pinta como si emitiera un sonido espontáneo o, tratándose de artes visuales, como si , sencillamente, manchara. Los colores que conjunta, las formas que trasmite al papel o al lienzo son destilaciones de una aparente experiencia todavía sin yo y, en consecuencia, son como obras de arte en estado neto. No creaciones de un sujeto, sino eclosiones de objetos, accidentes, sucesos. Todas las obras de los niños en preescolar son admirables porque nunca antes ha puesto su mirabilidad en ellas son acaso efectos de una mirada que sólo ve la obra al formarse no más que torpes mediadores, tan espontáneos, tan indeliberados, que el objeto aparece liberado. Con estas reflexiones veo a amigos jubilados pintando y pintando sin cesar por las mañanas o las tardes. En la confianza de que la extraña felicidad que, de vez en cuando, se descubren ante el lienzo no debe ser otra que un goteo del depósito infantil que aún permanece húmedo.