
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Un signo del declive de una sociedad es el que se deduce de la creciente concentración del poder en pocas manos o incluso en u solo puño. La empresa, el equipo de fútbol, la religión, la nación van mal y como un fatídico sino, el jefe o el manager o el Papa del momento desconfía de todos sus colaboradores y va segando cabezas a la vez que acaparando competencias. Así las tareas que antes se hallaban repartidas entre unos y otros expertos, directores, ministros o subsecretarios van siendo asumidas por la cúpula que progresivamente coincide con la suprema y ensoberbecida cabeza de la organización. De este modo esa testa tiende a presentar no sólo una hidrocefalia de formal apariencia, sino un cerebro atorado y progresivamente atestado de conflictos cuya reacción patológica no viene a ser la de paralizarse pronto, sino la de actuar sin tregua ni tino. El caso de Zapatero en la política española es un ejemplo notable pero igualmente viene a ocurrir con empresas de comunicación o ejércitos de tierra cuyos comandantes se hinchan de soberbia, desautorizan a sus equipos y terminan siendo ellos solos quienes ostentan todos los petrechos, todos los secretos, toda la aglomeración glandular que mata. Porque efectivamente el resultado colectivo es, a no tardar, el error constante, el colapso y la ruina. A la complejidad de una situación ese jefe engreído responde con el delirio, a la necesidad de contar con profesionales de distinta cualificación, el superjerarca reacciona creyéndose poseedor de la verdad única, la Verdad madre de todas las claves, verdad hipostasiada nacida de la mortal enfermedad en que acabará cayendo la organización, el país, la tribu. A una cabeza macromegálica no le sigue, como espera el jerarca delirante, una solución milagrosa sino, como tantas veces se experimenta, una demencia en aumento que lleva a toda clase de fracasos, desde el deterioro al derribo de la construcción y desde el cruel desvarío a acaso a la quiebra o a la misma guerra.