Vicente Verdú
En pocos signos se representa tanto la aspereza de la vida, la hosca dificultad de ser, como en esos insultos que inesperadamente, al lado, caminando por una acera, se escuchan de un marido a su mujer, de una señora a su esposo.
En las poblaciones pequeñas, sería casi imposible asistir a esta expresión pública de rencor pero en la ciudad grande, donde no somos conocidos, esas injurias matrimoniales se registran impunemente, se lanzan tan anónimamente que, a la vez, hieren a cualquiera que esté circulando por allí.
De las antiguas reyertas a puñetazos entre hombres, que veíamos brotar en los núcleos rurales, cargadas de odio y machos dispuestos a matarse entre sí, queda muy poco. Los hombres se matan a menudo dentro de las películas y las peleas con sus mujeres suceden bajo techo y con los periodistas a punto para convertirlos en protagonistas de la actualidad en el apogeo del maltrato conyugal.
La circunstancia que sustituye, sin embargo, a las tradicionales y brutales palizas en la calle de pueblo son las palabras terribles entre él y ella, no obreros ni amas de casa, no jornaleros ni multíparas, sino figuras de clase media alta que poseen un coche de tres litros a cuatro litros aparcado a unos metros del escaparte en la bien urbanizada zona comercial. Los participantes continúan, a lo que se ve, siendo pareja estable pero ¿de qué modo sería posible liberarse de esa penitencia que desestabiliza sus almas, astilla sus vidas y enferma crónicamente el mutuo deseo de vivir? ¿Cómo no deshacerse de ese sujeto infame que nos humilla, nos amarga, nos asfixia?
Hace cincuenta o sesenta años, en los tiempos de las ruidosas trifulcas callejeras, alguien pedía auxilio a la policía pero también a una tranquilizadora pareja de loqueros que se apeaban de la ambulancia con la camisa de fuerza en las manos y, repitiendo los expedientes de los encargados de la perrera y sus lazos para canes rabiosos, intervenían en el alboroto y seleccionaban a un de los litigantes como el ser demente que merecía ser encerrado, tratado y separado de la convivencia en paz.
Ahora, los loqueros no existen ni acuden. Sólo llegan los servicios de urgencia cuando hay víctimas sangrantes y tumefactas agonías, porque en su defecto los paseantes no telefonean de ningún modo a las autoridades asumiendo así que estos altercados, por desgarradores que parezcan, forman parte de la vida común y esa unión, matrimonial o no, persistirá todavía por su cuenta. Persistirá hasta el punto en que, si no hay asesinatos periodísticos relativamente pronto, las heridas que se inflijan entre sí irán conduciéndoles al expediente, cada vez más sencillo, del divorcio o la separación. Se trataría en fin, de acuerdo a los censos oficiales, de enfermedades sentimentales autónomas e incluidas en el ámbito de la sostenibilidad social y cuyo equilibrio requiere su correspondiente ración de ofensas. De ofensas, deteriores y hasta mutilaciones puesto que las partes aquellas que ya no pueden compartirse se cercenan y las que no contribuyen en adelante a la nutrición afectiva se desecan. De ese proceso más o menos simbiótico pervivirá la pareja hasta que la muerte los separe. Los disgregue entre sí de una u otra manera final, sea esta la muerte real, la compartida muerte cerebral, o la indolora muerte simbólica. Esa muerte decisiva que se hila, en fin, de un conflicto a otro, de una indignidad casera o callejera a la siguiente, de una crueldad a la otra, siendo todavía la pareja, para otros tantos, el máximo reino de la amistad y el amor, el supremo anhelo para existir alentado.