Vicente Verdú
El principio de los peores males radica en la obstinada idea de que las cosas deban ser (implícitamente) para siempre. Este es el principio que hace exageradamente trágica y aspaventosa la separación de las parejas, pero igualmente la muerte de un perro, el cambio de un puesto de trabajo, de una pertenencia o de una nación. Las pérdidas de cualquier sujeto, objeto o situación determinados coinciden con el miedo a la indeterminación y, de paso, con la consideración del cambio como fenómeno dañino. Una consideración que coincide con la clase de pensamiento, de persona y de sociedad que tuvo su vigencia hace más de un siglo y que, tampoco, volverá más.
La vida sin cambios e imprevisiones, sin desenlaces ni sustitución de asideros, acaso no ha existido nunca pero renegar de ello actualmente es tanto un anacronismo como una muestra de obsolescencia que linda con la preferencia de lo mostrenco.
Los miles de divorcios tras el verano que ahora publican todos los periódicos encierran coherentes e intensas dosis de dolor pero no debieran conllevar también sentimientos de fracaso. La frustración y el fracaso poseen sentido cuando una meta preestablecida no se alcanza pero ¿quién puede pensar hoy que la meta de la invariabilidad, la ambición de la continuidad y la inmovilidad puedan ser metas cabales y marcarse la perdurabilidad no aluda sino a un imaginario extinguido y disecado ya?