Vicente Verdú
En los procesos de separación, hay madres o padres que emplean a sus hijos como instrumentos ominosos o mercancías intoxicadas para hacer el mayor daño a su antigua pareja. Son, en general, aquellos padres que poseen de hecho la custodia de los hijos y bajo su influencia más cercana y asidua los chicos van recibiendo regulares cucharadas de veneno para odiar. Los efectos son, en no pocos casos, devastadores sobre el padre o la madre que no está y cuyo distanciamiento disminuye su capacidad para contrarrestar las calumnias, pero el método es también destructor para los mismos chicos que van siendo educados para odiar y nada menos que a uno sus progenitores.
No es tan infrecuente esta trágica crueldad que sirve a quien se ha sentido despechado para vengarse de la insumisión del otro y que de hecho se parece intensamente a las muertes que infligen hombres o mujeres despechados sobre sus liberadas parejas.
La violencia doméstica no se encuentra por completo en el recinto doméstico y en este caso, las torturas sobre el otro si no consiguen matarlo físicamente allá donde se encuentre, consiguen en gran medida matar sus ilusiones, la alegría de vivir y la autoestima, la misma posibilidad de ser felices.
En hijos mayores es más difícil llevar a cabo esta monstruosa ignominia para destruir al otro pero con menores, adolescentes, el efecto puede ser devastador. Los niños reciben continuadas porciones de odio que el padre o la madre les inculcan como parte de su identidad moral y su deber de ser hijos justos. Hijos que, paradójicamente, deben aborrecer a uno de los padres, siendo esta la principal herencia moral que les lega, meticulosamente la pretensión criminal de un progenitor a través del doble asesinato en que se incluye tanto a la pareja que denigra y maldice como al hijo mismo que convierte en su arma blanca, su preferida pieza canalla.