Vicente Verdú
Si se va a ver, la vida es como un obligado paseo. Sólo un paseo en cuanto no dura una eternidad y un obligado merodeo en cuanto que nadie ha escogido apuntarse en esta accidentada excursión.
Un paseo es un ir y venir en un tiempo breve y sólo por estirar las piernas. Si se dice del muerto que estirado la pata casi con la misma estimación se previene el paseo.
Paseamos para estirar las piernas y las piernas al cabo nos estiran como cadáveres. Una vez yertos, por tanto, lo consecuente es el almacenaje. Como los bacalaos secos, como los tochos de acero, como los troncos coleccionados del bosque.
Entre la incalculable población que discurre a nuestros lados a lo largo del paseo unos u otros, agotados, malheridos o infartados, van cayendo al suelo como peregrinos exhaustos. Caminantes que obtienen la ventaja de precipitarse sobre la tierra y reposar a solas y el inconveniente de ser considerados infaustos. No importa del todo la edad. Esta infausta flaqueza aparece cuando menos se la espera y por eso evoca debilidad y finura. La flaqueza se desliza flacamente entre los intersticios musculares y salvada la primera barrera de la piel pueden inmiscuirse en cualquier parte orgánica. Es el consabido proceder de la enfermedad. Nos sentimos bien y sin esperar nada, algo extraño va introduciendo en el cuerpo. No se ve, no se pesa, no se mide pero puede terminar por hacernos fallecer con su flaqueza.
El paseo presenta numerosas inconveniencias. Al recorrer el camino cualquier eventualidad puede hallarse al acecho en las cunetas, lugares especialmente concebidos para acunar cualquier clase de extraños elementos. Sencillos unos, complejos otros, en su totalidad brozas sin nombre.
La cuneta es, en el paseo, la nemotecnia de una larga y asidua tumba. No un fragmento esporádico de fosa sino una fosa permanente al hilo de nuestros pasos y lista para ir dando cabida a los desfallecidos o fallecidos. Esta cuneta se corresponde tanto con el paseo como con el paso por la vida. Todos pasamos mientras paseamos.
En mi portal, sobre el muro donde se hayan los ascensores hay pegada una esquela que anuncia el fin vital de un amigo con quien he paseado y reído mucho tiempo. Su facultad primordial era pasear contando historias, todas desternillantes debido a su entonación y al timbre de su voz. Paseábamos y nos carcajeábamos. De hecho, su mayor atracción entre los que le conocíamos y queríamos era su facultad para contar episodios mientras pisábamos el mundo.
Otra víctima pues del grave paseo por este mundo. Empezaron a infiltrársele las flaquezas y llegó el día en que una operación de las cuerdas vocales le hizo perder el habla. Perdida el habla, perdió a su vez el cariño por la senda. El camino se estrechó insidiosamente mientras la cuneta se convirtió en un cauce imantado para albergar su muerte. Era tan generoso que "se estiraba"· con nosotros. Ahora estirado y sólo ya no parece él ni tampoco nosotros. No fuimos sino paseando acompañados, no nos ejercitamos sino abrazados a las palabras. Hoy, por ello, nos vemos como subsidiarios solitarios al borde de la alcantarilla.