Vicente Verdú
Carlos Reygadas, no se lo pierdan. Los críticos le oponen la consideración de que su última película Luz silenciosa es una copia directa de Ordette de Dreyer pero prácticamente todo, en el arte, es una copia sucesiva.
Así como la ciencia acepta seriamente que no hay paso adelante sin apoyo en el estribo precedente, el arte se ha jactado infantilmente de su alta independencia respecto al pasado.
Claro que no es así. La diferencia, entre ciencia y arte, y no absoluta, se basa en que los artistas se relacionan más y mejor con el sistema de la moda que los científicos, aunque no debe desdeñarse nunca la influencia de las modas, en métodos y objetos de estudio, en cada época de la investigación. Pero el arte, sin duda, tiene más que ver con la veleidad y, desde luego sus reglas son incomparablemente más proclives a la trasgresión, la perversión o la prostitución.
Reygadas, en fin, ha observado obsesivamente la estética de Dreyer y de este fervor ha nacido su última obra, Gran Premio del Jurado en el pasado festival de Cannes. Luz silenciosa bulle de belleza, no importa si a partir de una primera versión aprendida, reelaborada, reinterpretada o calcada con papel carbón. De esta película realizada, además, con actores no profesionales y colectados de una anacrónica comunidad menonita en el norte de México, se desprende un sabor muy raro, tal como si nunca hubiéramos probado este fruto del cine. El idioma plaudietsch en que se expresan, envuelto en español y salpicado de francés, desemboca en un guiso singular que, pese a la carga de sus legados, puede presumir de su muy halada diferencia.
No basta, además, ser un buen director de cine. Hay que tener gusto para muchas cosas más. Gusto para la narración, gusto para el vestuario, gusto para la luz y la cadencia del tiempo, especialmente.
En Luz silenciosa, el silencio de la luz propicia una sólida presencia del tiempo. El tiempo se hace un bulto incandescente, paradójicamente ligero como una espesa niebla o pesado como la blenda. La pantalla es su plasmación absoluta. No sucede nada en la secuencia, la cámara no se mueve, los actores no se conceden un gesto y el tiempo domina toda la profundidad y superficie el cuadro. La luz sin movimiento ni ruido tiende a anestesiarlo y la ausencia de toda velocidad contribuye a pulimentarlo. Vean Luz silenciosa y no dejarán de hablar después. O, en silencio, no dejaran de verse brillar interiormente. El corazón, el alma y otras vísceras escondidas.