Vicente Verdú
Pocas cosas hay más hipócritas que la felicidad escarchada que se derrama a chorros sobre las fiestas de cumpleaños. A partir de la adolescencia o, digamos, los 20 años, el aniversario empieza a perder gracia y llega, no pasado mucho tiempo, a convertirse en una silenciada adversidad. ¡Qué digo! para los jóvenes que cumplen 30 años la fiesta es ya más que un peso, una desdicha y, a partir de aquí, paso a paso va aumentando el acercamiento del drama primero (en los cuarenta) y de la seudotragedia después. Más aún: llega un momento en que los que cumplen años no sacan la cuenta de los dichosos años que supuestamente han vivido, sino los que aproximadamente les queda por vivir, con lo cual la fiesta va aproximándose al funeral y los confeti se ven como presagios de una cercana lluvia de velas.
(Me arrepiento de escribir esto para todo el mundo. Sólo vale, especialmente, para los que nos abrigamos bajo la manta del pesimismo. Pero, aún así, ¿cómo pensar de modo imbécil, inerte o hiperreal?)