Vicente Verdú
Los hogares tienden a afearse con el tiempo y no sólo porque envejezcan y pierdan frescura sino también por su intensa propensión a coleccionar residuos y mantenerlos, aún sin vida, distribuidos como objetos en las repisas, los estantes de las librerías o por encima de los aparadores y las cómodas.
Se trata de objetos que llegaron a estos lugares con la ilusión de marcar la memoria de un viaje o un acontecimiento importante. Pero unos son aportados por las gentes de la casa y otros tantos pertenecen a la serie de regalos de pequeño tamaño que se ha recibido. Casi nunca faltan, a su vez menudas esculturas y trofeos sin relevancia que, en su momento, procuraron alegría a un hijo o un padre en una competición de tenis, de fútbol o de dominó. Una multiplicidad de placas y galardones ínfimos y de de todas las especialidades imaginables se posan en los voladizos interiores del hogar y se hacen resistentes a su renovación, su eliminación o su eventual apartamiento. De la misma manera, numerosas fotografías salteadas en el tiempo pero en arbitraria desproporción respecto a otras, se exponen a la vista que, finalmente, será la mirada de las visitas puesto que los demás de ese hogar, han llegado, a través de la costumbre, a no detectar siquiera su presencia ni una a una ni tampoco como conjunto. Son los invitados, en todo caso, quienes al ser acomodados unos momentos en esa habitación quienes reciben los impactos de todas o algunas de ellas.
Objetos, bibelots, souvenirs y fotos van componiendo con el tiempo una especie que siendo altamente heterogénea en sus materiales y condición operan entre sí a la manera de una tribu altamente cohesionada y protegida de los demás por una misma capa que llega a ser rancia y muy recia en aquellas viviendas donde nadie, en los últimos tiempos, ha sentido el impulso de renovar ni la vida ni sus posibles rastros sin ton ni son.
Efectivamente el juicio que a los propietarios de ese habitat les merece este desfile abigarrado es semejante al que dejara tras de sí un dulce naufragio con sus pecios y sus paisajes de alrededor. No ven por tanto en ello ningún aspecto que debieran corregir o mejorar. Más bien lo frecuente es que aún aceptando la mala impresión que transmite ese animalario y asumiendo la necesidad de una limpieza y depuración radical nunca se lancen a ello puesto que la clarificación o saneamiento requeriría la eliminación de piezas queridas o piezas ambiguas que suspenden una y otra vez la decisión de actuar con determinación.
Las fotografías que se refieren a parientes o amigos ya desaparecidos pesan tanto, despiden tanto pesar, que es muy difícil removerlas pero otros obstáculos inesperados se encuentran cuando parece incuestionable que ese muñeco es una birria o esas casitas de Varsovia se encuentran desportilladas y ya no tienen razón de formar parte de la exposición. Azarosamente o impulsivamente ciertos objetos pueden ser circunstancialmente destronados o extraviados pero es casi imposible dictar sentencias sin tropezar con figuras, fotos y souvenirs que incluso no pertenecientes a la familia en cuestión se aferran a sus posiciones históricas.
Este zoológico de cosas reunidas y amontonadas adquiere, además, con el pegajoso paso del tiempo una especie de vida propia y una autonomía orgánica enferma de una fealdad que es difícil de combatir y desmontar. Son muchos los elementos y sin aparente relación entre sí pero es demasiado dura la argamasa fraguada y muy desafiante su trama moral como prueba en los momentos en que alguien pretende su desarticulación. Como un funcionamiento fisiológico interno, invisible al espectador, los recuerdos de un tipo se asocian a los signos de los otros y mediante vectores de la misma dirección u su opuesta. Mediante parejas o acoplamientos y a través de tan próximas como violentas negaciones de valor.
Su sistema, en fin, se rige por el decisivo orden del desorden y este desorden se hace tan compacto como el de los desechos en un vertedero que llegan a integrarse entre sí y a apelmazarse con un resultado tan persuasivo que aumenta todavía más con su baja categoría estética, por el formidable poder de fusión que demuestra el excremento.
Esta repetida realidad de casi todo hogar no es con precisión ni una homotecia de su historia ni un claro rasgo caracteriológico. Pero ¿quién puede negar que sea su rostro o parte de él? Bien, una parte de su rostro. Su cara o fragmento de cara a primera vista pero, también, dado que esa visión es imposible para los habitantes de la propia casa su existencia se alza como una realidad sin propiedad real y su impresión como parte de una revelación independiente.
Revelación compleja de vidas y muertes, de viajes y de cumpleaños, de alegrías y souvenirs, débitos, gozos y descuidos. Puede parecer mentira que un documento tan poblado de informaciones se muestre sin reparo a la visita. Puede parecer una contradicción que la intimidad de la vida del mismo hogar, por un inesperado gesto extracorpóreo, haya abandonado el secreto y haya venido a mostrarse como en un escenario obsceno tanto en unas como en otras habitaciones.
Sin embargo, no será la obscenidad quien hace poner en candilejas ese muestrario de la vida sino principalmente la ingenuidad, el amor momentáneo y la ternura, el exagerado enaltecimiento de una anécdota muy fotografiada, la miniatura esmaltada o el corazón de raso y bordado o que , de modo inconsciente, al paso de las horas, se dejaron allí y perviven en el mismo sitio, per-sistentes, a través de los años y los años.