Vicente Verdú
El pasado lunes volvió a manifestarse, esta vez en El País, la santificación de la escritura al modo de una religión de la que toda la sociedad debe ya precaverse si desea eludir el oscurantismo, el fanatismo y la máxima tontería colectiva. Se trata, en concreto, de la sacralización del libro, sin importar qué libro sea y alabando sus virtudes como las una Santísima Providencia. Dice Almudena Grandes: "Un libro es una vida entera, un telar donde los hilos de la vida tejen cada mañana lo que destejerán cuando caiga el sol". Efectivamente no se entiende lo que dice pero ¿cómo pedir explicaciones en la comunicación con el Ser Superior, de por sí inescrutable?
Y sigue: "Los libros son pan y libertad, el veneno dulce del conocimiento, la alegría temblorosa de las emociones, esperanza donde no la hay, futuro para un presente enfermo". Vaciedad de vaciedades, tópico de tópicos, ranciedad de rancho repetido como una papilla que pretende igualar la función del libro en el siglo XIX con la del siglo XXI. Leer se asociaba entonces con una liberación de la esclavitud analfabeta pero incluso la lectura, antes o ahora, ¿puede garantizar que, a despecho de los textos esclavistas, nazis, estalinistas, oscurantistas, nos hace libre? El pasmado culto al libro, la bobalicona devoción a lo escrito, la ignorancia o el desprecio de los demás medios de información, narración y conocimiento, son la prueba de la extrema discapacidad a que ha llevado leer y leer sin alzar la vista.