Vicente Verdú
En la carretera de Elche a Santa Pola, en un lavadero de coches, me he encontrado con una amante de 1991. Yo venía de comprar la ficha y ella se acercaba al mostrador envuelta en un glorioso resplandor solar que deshacía los cristales de la gasolinera. Podía tratarse efectivamente de ella o de alguna cercana similitud, pero más que el parecido estático fue el temblor de su figura vestida de una seda carísima el que me cercioró de su identidad.
Efectivamente el tiempo había anidado en su carne a la manera tradicional, de dentro hacia afuera, y el tacto de sus brazos, la densidad de su pecho, la blanda redondez de sus pómulos documentaban sin dramatismo el inconsolable efecto de quince años más. No se hallaba engrosada ni demediada, tampoco había perdido su cálido espesor sexual ni la confíanza en sí misma heredada de ocupar casi durante una década el primer puesto entre las bellezas ilicitanas.
La desacomodaba, sin embargo, la exahustiva mirada que procedía de mí. Trataba ella de no mostrar el acoso pero nadie podría haberlo logrado. Exactamente, aunque de mi parte procuraba no descomponerla o, mejor, que no advirtiera mi escrutinio, era irremediable que su aparición fuera un suceso sobresaliente y, en consecuencia, que se concentrara mi atención y mi interés. Una atención dirigida a ponderarla externamente pero sin duda también con el interés de saborerarla de manera que, mientras esa improvisada degustación se producía, pude verificar la presión real que estaba ejerciendo sobre sectores de su carne y de su circunstancia.
Fuera de mi dominio quedaban, sin embargo, los ojos y con ellos sus párpados, sus órbitas y sus presuntas ojeras. En ningún momento hizo el menor gesto para deshacerse de sus gafas de sol, grandes, de un cristal opaco y engastado en una montura de color beis, meticulosamente escogida en la colección de Hugo Boss. ¿En Saint Tropez? ¿En Ibiza? El único recuerdo objetivo que siempre retuve de nuestra relación fue su repetida evocación de viajes supuestamente fantásticos que había realizado o proyectaba emprender durante las vacaciones. Viajes sin tregua hacia destinos de relumbre popular que enumeraba a la manera de un coqueto collar colgando de sus deseos. Nombres muy tópicos, ofertas de tour operator que en nuestra bullente aventura de 1991 salían a la superficie como luces de colores amenizando su vida lineal donde nunca surgía un pretendiente a su gusto, y cuando creía que lo había pescado se le escurría como un pez ante la boda.
Años después, un amigo, común y granuja, me resumía el invariable discurrir de mi amante del 91 con estas tajantes palabras suyas: "Yo sí, me los levanto a todos pero no me tumbo a ninguno".