Vicente Verdú
Una de las sevicias que queda por erradicar en la sociedad contemporánea son los terribles convites de boda. Puede exceptuarse de esta tortura organizada aquellas celebraciones de la alta o altísima sociedad a las que asiste Julia Roberts o Paris Hilton e incluso aquellas, en cualquier estrato, que se fijan a mediodía. Respecto a las que, con pavorosa frecuencia, empiezan su misa a las nueve de la noche, sólo puede decirse que, a menudo, se saldan con una lipotimia o incluso uno varios ataques de los comensales maduros.
La fatiga, la aviesa nocturnidad, el menú estomagante conducen que los invitados de mayor edad vivan los minutos e incluso los segundos con la ansiedad de que todo aquello termine enseguida y con el palpitante temor de el corazón o el estómago se resienta con efectos graves.
Tras una secuencia de duración variable pero no inferior a la hora, tras haber concluido la morosa liturgia y el espeso sermón sacerdotal, los camareros, emplazados en un territorio exageradamente alejado del primer lugar, empiezan a servir un cóctel de pie. En ese programa de recepción se incluyen canapés fríos y canapés calientes que para cumplirse uno a uno, bandeja a bandeja, requieren otra infinita hora y media. Se llega así a ocupar el asiento en la mesa en plena medianoche y aún habrá que esperar indeterminadamente hasta que se sirva el majestuoso contenido de la carta. La carta se compone sin excepción de entrantes surtidos, variados platillos para “abrir el apetito”, y se prolonga en dos o tres bombas gastronómicas que nunca bajan del mero con salsa de color marrón y un redondo de ternera chorreante. Todo ello coincidiendo con las dos de la madrugada. El postre, falso presagio del final, llega cargado como sus tormentosos antecesores y a la bola o las bolas de helado no les falta un pringue de chocolate negro, frambuesa o un sirope de caramelo tan empalagoso que por sí solo es capaz de producir cualquier mal irreversible. No es, sin embargo, el final, contra la creencia de los más incautos. Todavía habrá que degustar, tras una pausa retórica, el pastel nupcial y el café y el licor y el puro y el champán.
Muchas bodas se han eludido en nuestros días por decisión pagana de las parejas pero, sorprendentemente, abundan aquellas en las horas más noctámbulas y tan concentradas en la primavera o en el otoño que por lo menos vienen a enfermarnos o matarnos, casi irremediablemente, en un periodo tan vasto y avieso como las peores endemias de cada año.