Vicente Verdú
Muy a menudo, por no decir siempre, los finales de la vida, personal y profesional suelen calificarse no sólo como un último tramo, son como el periodo donde se leerá la totalidad de la vida.
Se actúa, en efecto, como con las novela malas ( e incluso con alguna buena donde lo más importante) es el final. Y el conjunto del texto se relee a partir de su conclusión desdichadamente.
El fin se sitúa como una cima desde la que el demiurgo enjuicia el recorrido acertado o equivocado del argumento general y del protagonista en particular. En este caso, no hay oportunidad para ponderar los diferentes episodios de una vida y de su complejidad sino que tan sólo la simplificación lleva a juzgar la existencia como una incierta coronación. El fin o el vértice de la muerte será todo los indicativos del valor.
La clase del residuo temporal sería así, si es dorado o no, quien daría significación a la totalidad del recorrido. Se trata, en definitiva, de una igualación de la existencia con el deporte de competición. ¿El resultado? ¿De una vida entera se entera uno por su resultado en la liga o el maratón?
La consideración deportiva de la vida, de otra parte, es no ya una crueldad, en el buen o en el mal sentido (puesto que hay crueldades de enorme resplandor), sino sencillamente una elemental carrera.
La vida es una carrera. Se llega en un puesto u otro y quienes no alcanzan los primeros lugares son absolutamente perdedores. Y hay tantos perdedores en la disputa que quien romper la cinta de llegada se convierte en el indudable campeón. Lo demás es muchedumbre. ¿Muchedumbre para hacer leña? ¿Muchedumbre para quemar. Muchedumbre para olvidar entre cenizas.
Hay tantos casos de autores, literatos, científicos, pintores, arquitectos, que no triunfaron en sus carreras oficiales que fueron relegados al baúl de los olvidos. Para qué valdría tenerlos en cuenta. ¡Qué ímprobo trabajo -desalentador trabajo- significaría atender a las circunstancias y logros importantes de cada cual que no lució en al podio en su final!
Lo importante es lo triunfante y lo triunfante es igual al triunfo consolidado en el final. En el recorrido intermedio, los logros, las luchas, los inventos no poseen relevancia puesto que lo importante es la meta. ¿La meta? ¿Es la meta una metafísica del valor? Sabemos que no. Unos llegan antes y otros después lo que no comporta que los primero clasificados en la última lista histórica sean los más importantes. La importancia se sustituye vilmente por el record.
El valor de una mente y un trabajo se mide por la estimación del coso popular. Pero ¿qué coso, qué caso? El coso donde rige el valor bursátil (deportivo-mercantil) y el caso en que no siendo mensurable al primer golpe cuantitativo termina siendo olvidado o acantonado en las estanterías de la historia.
Alguien llega, algunos llegan y reivindican al que no fuera injustamente el campeón pero, en suma, esto es pan de un día. Pronto, las referencias de los recordmen regresan y los que fueron injustamente enterrados como concursantes son la extraviada calderilla de la evolución. Esta es la injusticia, esta es, al cabo, es la justicia que, como casi siempre, nada tiene que ver con el valor.