
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
La confianza en una persona resplandece más cuando irremediablemente se pierde. Toda ausencia ilumina cegadoramente el vacío de su falta. Todo vacío de la pérdida se comporta así como una cóncava incandescencia o, acaso, según se siente en el propio organismo, como una ahogo prolongado y sin evolución. Ese ahogo absoluto evoca el abismo de la pérdida. La violenta operación que se ha sufrido al ser ha extirpado el objeto donde nos asíamos y del ahora sentimos de qué modo constituía el sentido estabilizador y de qué modo su evaporación nos desespera. De hecho, todos los duelos, despiden una clase de atmósfera de dolor inasible y que sin duda sería más llevadera si se tradujera en materia u objeto pero justamente el padecimiento coincide con la imposibilidad de conseguir que ese dolor, trasunto del gozo, llegue a concretarse nunca. Su aire tóxico creece, ondula, nos estrangula y nos lleva casi hasta el desvanecimiento en correlación con la sustancia aérea e invisible que lo compone. De ahí el formidable dolor que provoca el ataque de la ausencia: la ausencia, por ejemplo, del órgano amputado, la muerte inexplicable del ser querido, la traición de la persona en quien habiendo depositado nuestro confiado amor deja tras su fuga la sensación de asfixia sin remedio.