Vicente Verdú
El cénit del placer humano laboral, según mi mera interpretación del placer humano en el trabajo, sería adentrarse en la tarea sin traspasar un ritual esforzado, y hablar, escribir, redactar, referirse a las cosas con la misma espontaneidad con la que se habla, se canta, se anda o se hace gimnasia. Refiriéndose a uno mismo no hay un ideal más alto al que aspirar.
Despojado de la obligación del yo el quehacer que quedara de uno mismo sería un campo de felicidad perfecta. Deshabitado de la preocupación del yo, la especialidad sería infinita y la duración eterna. Simultáneamente, la propia capacidad para escribir sería equivalente a la de una extensión de incalculables hectáreas donde tendrían aforo cualquiera de las peripecias de la existencia humana, en bloque o individuo a individuo.
Sin embargo, si no atendiera a ese yo cargado de tinta no se encontraría, en principio, tanta sustancia para devanar. Pero el propósito no sería tanto empaparme del yo como agotar al yo a través de ese proceso. Rebuscar en el yo como se va enjugando con paños las secreciones de una herida profunda. De esos paños que se introducen en la llaga del yo se obtienen las manchas que llenan tantas páginas. Si el autor continúa moviéndose entre estas secreciones, no será por la voluptuosidad del maceramiento o por la complacencia en la propia supuración, lo que acabaría matando de asco, sino por la confianza de que un día deje de fluir la destilación y entonces plano, seco, limpio, el yo se haya hecho equivalente a una vega por donde corran naturalmente los ejercicios físicos y las letras, los sentimientos reflejados en el papel y las mil sensaciones de la carne.