Vicente Verdú
Algunos vulgares consejos evangélicos merecerían formar parte de los más reputados libros de autoayuda. Uno de ellos, tan práctico como efectivo, es el de hacer el bien a los demás.
El bien para sí mismo es el bien más tratado por los manuales para ser feliz pero, aunque parezca un incómodo rodeo, hacer el bien a los demás termina siendo la medicina perfecta para mejorar la autoestima.
Hacer el bien a los demás posee dos virtudes económicas principales: el favor es un regalo que llena al otro de gozo y el gozo del otro, aparte del gozo generado de por sí en el ambiente compartido, deriva en el deseo de la otra parte por devolvernos gozo. Porque así como todo regalo constituye simultáneamente un acto de generosidad y un ejercicio de poder, el bien otorgado generosamente compromete implícitamente la bondad de la otra parte.
En realidad, todo el universo vital y productivo de la especie humana, se compone de continuas contraprestaciones que no son al cabo otra cosa que la analogía de la copulación. Toda cópula o encastramiento se realiza gracias al ensamblamiento entre un vano y un relieve, un vacío y un lleno, una erección y una depresión.
En el caso evangélico, el actor del bien ubica su presente en la holgura del halagado puesto que todo ser halagado halla su satisfacción en el relleno que se deposita en su predeterminado vacío. Un espacio vacío que podría considerarse sin límite en el gran vanidoso pero que en el común de los seres posee limitadas proporciones gracias a las cuales el don se recibe dichosamente entre las paredes de su seno. El seno se estremece con el don depositado en él gracias a que su oquedad o su hondón se siente dulcemente habitado. El favor que entregamos se expande como un elixir en el hondón o, exactamente, como una espuma espiritual que conmueve al receptor y, como último resultado, dilata su afectividad y la esparce para suscitar el bien recíproco.
Con todo lo dicho sería suficiente pero, por si faltaba poco, el bien que se hace a los demás verifica la propia capacidad particular para hacer bien, ser una fuente de bien, fábrica de bienes. Y ¿qué mejor signo de nuestro enorme valor que constatarse como deliberado productor de sustancias felices?