Vicente Verdú
Que las cosas "sean" puede llevarse con facilidad si sólo "son" pero que "existan", que transmitan su existencia es casi insufrible.
Esto que contemplo ante mí "es" el ordenador, esto otro "es" la mesa, aquel "es" el vecino, este animal "es" el gato y este comestible "es" un filete de ternera. Pero ¿que el trozo de carne "exista", que el cuerpo del gato, las gafas, la mesa o la lámpara "existan" genera un asco difícil de combatir? Todo cuanto existe y siempre que exista, por pequeño que sea, requiere una ocupación espacial y un protagonismo vital insoportables.
La presencia de las cosas no perturba la vida personal cuando sólo "son" pero la actuación, el latido, la transpiración de su existencia genera un ahogo, un malestar o un dégoût que, con toda la razón, Sartre le llamaba "náusea".
Deseamos la compañía de otros pero esa presencia debe quedar depurada de su fétida y pegajosa existencia gracias en un envoltorio simbólicamente inodoro y aséptico. En nuestra ya promiscua existencia no cabe la respiración de nadie más. O bien: todo lo existente ha de ser parte de nuestra personal y pestilente existencia. No siendo así la repugnancia de lo que existe fuera, su presencia, se corresponde con nuestra asfixia o, poco más tarde, nuestra agonía.
La ausencia del otro, su distancia, su recuerdo, su evocación, resulta ser, por el contrario, lo más parecido al reino feliz del ser, a la higiene particular del alma y al gozo general de vivir en el espacio y tiempo infinitos.