Vicente Verdú
Cuando tenía veintitantos o treinta y tantos años me preguntaba si las personas mayores, de setenta y tantos u ochenta y tantos pensaban a menudo en la muerte y, si lo hacían, cómo se las apañaban para vivir como si no fueran a morirse a corto plazo. ¿Podrían reír igual ahora que cuando tenía treinta años menos, a pesar de que rieran? ¿Podían irse a veranear sin emoción especial este nuevo agosto sabiendo que apenas les quedaban unos cuantos?
Efectivamente, ahora que me encuentro en esa tremenda circunstancia, ya próximo a los setenta años, puedo declarar que la muerte es completamente insoslayable en casi todos los proyectos; que desde la muerte es vecina se cuentan los años que quedan constantemente; que desde una fatalidad tan insoslayable como es desaparecer el presente deja de poseer la frescura o el descaro de los tiempos mozos.
Toda actualidad se llena a diario de noticias sobre defunciones de amigos, parientes y conocidos en una ristra tan larga y repetida que pronto nos olvidamos o paliamos la memoria de quién ha fallecido, simplemente porque ¿qué otra cosa iba a pasarle pasado un tiempo?
Grandes amigos y familiares muertos han dejado tras de sí una amarga y tremebunda huella de su ausencia pero ¿qué se puede hacer frente a ello? La impotencia para remediarlo posee una magnitud tan gigantesca que acaba tanto con la reflexión como con la mínima la palabra. De hecho, sepultados en ese silencio sobre el morir nos hallamos ahora los que, por poco, no estamos aún muertos.
Yo, con tantos amigos poetas, maniobrábamos literariamente con nuestra muerte o la de los otros, con las masacres y las guerras. Ahora apenas nos atrevemos a tocar ese asunto y menos a jugar con él no sea que efectivamente explote repentinamente la bomba cuya mecha ha alcanzado ya su último segmento.