Vicente Verdú
En un tiempo, pongamos cincuenta años, había personas a las que llamábamos "de total confianza". No sólo habían logrado que no dudáramos de su absoluta lealtad sino que esa misma lealtad las constituía. Nos íbamos de casa, les dejábamos las llaves, los cajones abiertos, el recado para alguien, el gobierno de nuestros perros o gatos, la guarda de nuestros menesteres e incluso de nuestros hijos y partíamos totalmente tranquilos. Ellas actuaban como una réplica fiel de nuestros deseos y necesidades. Se comportaban, pues, con una lealtad de plata. No por mera sumisión sino por un amor servicial muy digno. Nunca traicionaban. Antes de hacer algo así, se habrían prendido fuego.