Vicente Verdú
Puede creerse, por influjo de la literatura política, que hablar manifestándose rotundamente contribuye a afirmar el carácter, la idea o la identidad. La identidad, sin embargo, es un bien demasiado inaprensible y cuanto más se la persigue deliberadamente, forzadamente, más se fuga de nuestro alcance o vira hacia una caricatura difícil de aguantar.
Ocurre así con los nacionalismos que empeñados en lo identitario terminan siendo tan grotescos en sus misiones como en sus himnos o declaraciones. Las peroratas sobre el uno mismo, la obsesión por asentar el ego ante los demás, la monomanía de la diferencia y de hacerse diferente exaltando la distinción conducen al más necio de los abismos. Sea en lo político o en lo personal, afincarse cerrilmente en lo diferencial no sólo acerca al tóxico de la mismidad sino a la peor extranjería.
En la vida colectiva lo peculiar, si de verdad existe, se hará presente por ósmosis, cruces, coaliciones. En la vida individual, el recato inteligente, la prudencia y hasta el silencio son de los mejores linimentos para entonar la convivencia y en su extremo para estimular la participación feliz. Siendo toda clase de buena como un jugo luminoso que no se obtiene de estrujar o exprimir el orgullo personal sino de la influencia que cada uno destila libremente y que la cercanía lleva a mezclar.