Vicente Verdú
Aun siendo una perogrullada, lo más valioso de los nuevos años radica en su novedad.
La vida se haría más difícil sin estos cortes de la temporalidad que se comportan como una auténtica depuración del pasado. En cada inauguración de año la vida encuentra otra ocasión de ser.
No se trata más que de una convención, un falso estreno, pero al vivirlo como real se disfrutan sus efectos como verdaderos.
Cualquier ser vivo necesita un intervalo, un hiato sin vida aparente para reaparecer. El fin de año cumple las veces de ese hiato en cuya depresión se logra el impulso para ensayar una experiencia mejor o acaso diferente.
La necesidad de degustar esas barreras traspasables, de cortar la cinta hacia otra cronología, ha crecido mucho con el talante de la cultura de consumo. A la cesura de los fines de año van sumándose otras decenas de cesuras menores que cada vez son más a través de nuevas festividades, conmemoraciones, días o semanas consagradas a esto o aquello, sea comercial o escolar, promocional, sagrado o clínico.
La partición sucesiva del mundo, como también la fragmentación de los alimentos, de los romances o de las tareas incrementa la sensación de durabilidad y, ciertamente, la esperanza de poder obtener en el paso siguiente la recompensa que quizás no se halló en el transcurso del tramo anterior.