Vicente Verdú
La generalización del ascensor y de los rascacielos o las casas de muchos s pisos han restado significación, presencia e importancia a la escalera. Incluso simbólicamente la escalera se encuentra desgastada.
¿Ascenso a los cielos? ¿Descenso a los infiernos? ¿Alta y baja jerarquía social? Tanto en Las Meninas como en Las Hilanderas, Velázquez se vale de unos cuantos peldaños para significar, en el primer cuadro, la menor importancia del oficio de pintor y, en el segundo, de la diferencia entre un nivel y otro de los escalones que marcan la diferencia temporal (y cualitativa) entre la cota superior, relacionada con la eterna fábula de Aracne y el quehacer contemporáneo.
Igualmente, en el teatro la diferencia de alturas entre el patio de butacas y el plano del escenario expresa la gran distancia entre el tiempo real de los espectadores y el tiempo de ficción liberado de lo cotidiano.
En los palacios, en los tronos, en los sitiales papales, una sucesión de escalones representativos marca la jerarquía entre la autoridad y la plebe, lo sagrado y lo profano. Así, casi todos los elementos arquitectónicos, por no decir todos ellos, incluyen una ideología o conllevan un concepto del orden social, de la vida, la moral y sus poderes.
En el presente, la escalera de nuestro hogar como la silla, la mesa o el vaso se han funcionalizado al extremo de ir apagando sus significados pero hasta el barroco estuvo muy presente la simbología formal que señalaba los fondos éticos y sus diferentes espasmos por categorías.
Mi buen amigo Juan Antonio Ramírez, fallecido en 2009, escribió en una exposición sobre "El Espacio Privado", donde participamos juntos con Fernández Galiano de comisario, que la escalera más famosa del arte contemporáneo sería la de Marcel Duchamp, Nu descendant un escalier (1912), que apenas significaba nada del pasado monárquico o , mejor, lo tenía en cuenta para ironizar sobre su decadencia.
Prácticamente, todas las casas que tienen hoy una escalera relevante son viejas construcciones campesinas o dúplex suburbanos. En ambos casos, la función de la escalera mata su significación y su despechada incomodidad a su gloria.
Sin embargo, en las pocas viviendas de grandes ciudades donde todavía no han instalado ascensor y los cuatro o cinco pisos hay que subirlos andando, se asume, por excepcional, una importancia simbólica a la escalada. Se trata en esos supuestos no tanto de situarse por encima de los demás como de emplazarse, a la misma o parecida altura, en las afueras de su mundo simbólico. La larga escalera es incómoda, fastidiosa, disuasoria, pero todas estas condiciones contribuyen a otorgarle, aún penosamente, una cualidad distintiva y a concederle una identidad y argumento diferenciales.
Sólo los jóvenes o muy jóvenes desheredados aceptan un quinto piso sin ascensor pero también pintores, escultores, escritores, artistas en general admiten la circunstancia de un estudio encimado, conquistado a pie, como un importante carácter de martirio para su trabajo.
Efectivamente cuesta llegar hasta allí pero ¿cómo no hacer coincidir este esfuerzo muscular y bronquial extraordinarios con alguna obra fuera de lo más común? Al fin de la escala el cuarto aparece como una planicie conquistada a través de un esfuerzo sacrificial donde la obra tiende de manera natural a convertirse en sagrada.
Nada garantiza por su altura un resultado mejor o excelente pero ¿quién podría negar que el esfuerzo suplementario y voluntario, asumido en la elaboración de una obra de arte, es un elemento de valor añadido y de fervorosa perfección ?
Prácticamente todos los efectos que se reciben de seguir los pasos del creador hasta su desvencijado estudio anormalmente elevado llevan a pensar que su trabajo posee una característica no común y acaso, tan rara y elevada o esforzada, como extraordinaria.
De este modo, en los dúplex o triplex, comunes en el extrarradio los propietarios tratan de demostrar ante la visita una agilidad gimnástica inusual y en prueba no sólo de que esa diferencia de niveles viene a ser un inconveniente trivial sino que, sobre todo, la exposición de su superior forma física los capacita tanto para desacreditar a los de vulgar propiedad horizontal como a los de supuesta graduación mercantil más elevada.
Esto dicho, la escalera posee además unos factores oníricos que refuerzan su influyente lado irracional. Con o sin el uso de la escalera para acceder al piso, la escalera forma parte del profundo sentir de la vivienda.
El ascensor nos sube y nos baja automáticamente, en ausencia de memoria, sin necesidad de pensamiento mediador, pero la escalera nos salva o nos condena estructuralmente. El ascensor pertenece al universo de las máquinas y su acción se agrega como una prótesis imaginaria, lo menos cabal o textual de nuestras vidas. La escalera, sin embargo, se halla inscrita en la escritura y en el subconsciente alfabético, con una intensidad además simbólica que nos lleva la muerte o nos hace escapar simbólicamente de ella.
Simbólica y fugazmente porque, de una u otra manera, la escalera siempre desciende, o sólo asciende, cuando la vida fulgurante e imaginaria nos supera. En términos de edificación personal, en términos de un mundo constructivo, la escalera nos hunde.
Todas las escaleras de hoy tienden más hacia el sótano que hacia al ático. O de otra manera: el ático pertenece a la infancia del amor romántico mientras el sótano es el depósito fundamental de nuestra edad, el peso de nuestra historia y nuestra habitación en llamas o sombras frías.
Se trata en esencia de lo mismo: caemos por la escalera. Siempre hacia abajo. Morimos para siempre a un nivel que, ya sea la tumba o en el nicho, el enterrador se mueve en una escalera por donde su terminal y funeraria maniobra baja.