Vicente Verdú
La muerte de Javier Krahe puede que en nada se parezca a la mía en cuanto al modo -aunque nadie los sabe. pero tiene mucho que ver con el concepto. ¿Morir hallándose en la cima de un premio Nobel o morir escondido en las entrañas o morir paseando por la superficie como un recorrido por la superficie que llega a dejar de ser. Es decir, más o menos, haciendo lo mejor que uno puede felizmente dar de sí y, a al vez, recelosos con Edmundo por no haber conseguido un relumbre planetario. En esta franja de morir sin la asistencia pulmonar de la fama ni el prestigio literario para el hígado desfila la clase de su muerte y la mía. No importa el cuándo. Un día para unos y días mas tarde para otro. La concepción, sin embargo, es la misma. No morimos por empacho ni por menesterosidad. Ni por orgullo ni por humillación. Morimos como ciudadanos que, como él dice, desearon explorar lo mejor de sí y la agradable comunicación con los demás. Cuando los periódicos lo califican hoy de "bueno", buena gente, no es sino toda la verdad. Quisieron destacar siendo buenos como un deber de una enorme gratitud por vivir, componer o escribir. Muy vivida pero, por ello, glorificada.