
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
El jet-lag es la áspera huella que deja el viaje, a menudo trasatlántico. El mar debiera ser, en este caso, un plasma que facilitara la circulación, suavizara la estructura personal y colaborara en su ensamblaje pero, al contrario, el salitre que se va rozando en el viaje oceánico termina descargando sobre el cuerpo una garra tan imprecisa como tenaz. No se piensa, por tanto, con la posible fluidez de antes, no se mueve el cuerpo con transparencia alguna sino que una impertinente arenisca de amargo sabor determina tristemente casi todas las horas del día. No todas porque de repente ocurre, arbitrariamente, como si el cuerpo, liberado, emergiera o como si una casualidad sin fundamento propiciara una breve fuga del martirio y las fuerzas motoras ganaran por unos momentos su normalidad. Pero se trata, tan sólo, de un pequeño intervalo. A continuación, reaparece el adusto jet lag que asombrosamente demuestra haberse instalado en el organismo con enorme arraigo y desprende una mancha de dolor descolorido o rancio malestar de naturaleza por lo demás anacrónica en esta era del viaje, las grandes tecnologías de la telecomunicación y la soleada contemporaneidad de los infinitos vuelos. Un anacronismo que delata la deprimente incapacidad humana para resolver los males de una enfermedad tan frecuente como desarrapada y tan inconsecuente con la aparente dulzura que se espera obtener de frotarse con el cielo.