
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Las personas que tienden a sentirse culpables con facilidad pecan fácilmente de arrogantes. Sentirse culpable de una mala conducta o actitud de los hijos, por ejemplo, conlleva, en su esencia, una tácita presunción de omnipotencia paternal. Serían -o se sentirían- tanto más culpables de un mal cuanto más supongan que los conflictos son un absoluto resultado de su acción u omisión y no de otros variados factores que suelen intervenir en los resultados incontrolables e indeseables (y más en la adolescencia, por ejemplo). Con esta suposición de responsabilidad total, altamente culpabilizadora, se da por hecho que el mundo gozaría o padecería, como consecuencia de su proceder. Un proceder, en consecuencia, omnímodo y bajo cuyo poder quedarían anonadadas las actuaciones, equivocaciones, egoísmos o deseos de los demás, liberados en consecuencia de la culpa que en su nombre se asume. La culpa sería de este modo tan grande en los padres autoculpabilizantes como el mal que contemplan pero, a la vez, ese mal tan grande reflejaría la supuesta magnitud de su incomparable potencia. He aquí, finalmente, la ecuación: quienes se sienten especialmente culpables de las desviaciones de otro no realizan otra cosa que magnificarse y disminuir la libertad, la importancia y el peso de los demás. La talla de la culpa que ellos sienten en exceso se corresponde con la talla del poder excedentario que se atribuyen en todo. Seres muy sufrientes y, a la vez, tipos muy soberbios. Errados objetivamente en sus terribles sufrimientos y errados, simultáneamente, en su imaginada facultad para crear por sí mismos paraísos (o avernos).