Vicente Verdú
La humillación es de los sentimientos que más nos anonadan pero, de otra parte, una humillación grave y aún escandalosa no suele darse con asiduidad y de ahí que cuando se produce deshace con más saña las resistencias y nos sumerge encharcados de dolor.
Sin embargo, visto más serenamente, la humillación, que conlleva el efecto de allanarnos, nos brinda un nuevo punto de vista desde ese nivel reptante e inferior. Esta circunstancia, siempre muy lamentable, posee, con todo, la virtud de que como en el caso de las depresiones profundas, su secuencia acaba siendo un necesario rebote y desde ese escalón superior la nueva observación podría reconciliarnos más fácilmente con el ser que somos. Más humillación quizás no fuera posible y con ello la única salida será resbalar bajo ese peso aplastante hacia el fino reino de la humildad. Una vez allí, las cosas cambian de color y tamaño. Lo humilde ayuda a ver bajo las faldas engreídas, lo humilde ayuda a vivir sin coloradas jactancias. Asumir lo humilde es como aceptar un menudo sorbo de amor en dulce. He aquí, por tanto, la paradoja del accidente humillante y tan adverso. La adversidad comporta indefectiblemente un reverso y de nuevo, en su forro, se enciende, el raso oculto de la luz.