
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
En días como estos, poblados de gripes y sus parecidos, se plantea el dilema de o bien acudir al trabajo puesto que el malestar físico todavía no cuenta con la legitimación de un firme diagnóstico médico o no acudir, simplemente porque uno mismo no se encuentra bien para nada, ni para trabajar, ni para divertirse, ni para conversar, ni para ver la tele.
Sin embargo el trabajo es un asunto de importancia capital. El trabajo, que í contiene etimológicamente la palabra de un instrumento de tortura, es por definición bíblica una penitencia. Rehuir el trabajo es eludir la penitencia y con ello aventurarse a la trasgresión y en el mismo pecado. ¿Compensa no ir a trabajar por sentirse mal y sin mediar sentencia médica? ¿Compensa ir a trabajar en malas condiciones físicas, lesionado y en consecuencia incompetente para rendir como Dios manda?
Las dos ecuaciones se cruzarían sin trastornos si nuestra tradicional educación cristiana no incluyera la culpa y la inocencia pero es ya imposible entre gentes curtidas en el castigo y la purificación, el deber y la obediencia divina, no sufrir esta vacilación en estos tiempos de gripes donde la posible dolencia llega a ser un extraño artefacto de martirio, martirio sin fin, martirio sin finalidad, martirio de la confusión en un cuerpo que no dice ni que sí ni que no con claridad al sagrado cumplimiento de su debida penitencia.