Vicente Verdú
Muchos, todos, los aprendices de escritor (pero también los escritores profesionales) se interesan vivamente por los procesos de creación de los autores que admiran. Proust estuvo muy interesado en ello, por vocación, por dedicación y hasta por salud física, vacilante en sus momentos de efusión.
Algo similar a los efusivos estados de Proust, deslumbrado ante un sonido, aturdido ante el resplandor de una piedra, experimenta el escritor auténtico porque la escritura se resume en una tesitura que desafía su capacidad y su tino expresivo. La expresión es la revelación de lo implícito. También la entrega (como en el jugo exprimido, expresado) de la esencia oculta o guardada de la cosa.
La realidad transcurre sin servirse de palabras, no las necesita. El mundo puede agonizar, explotar o transformarse sin la obligada pronunciación de una frase, trascendente o no. Dios daba nombre a las cosas no por solicitud del mundo sino por voluntad de poder. Con la nominación se llega la apropiación, o a su simulacro. Con la palabra, el escritor aspira a la apropiación del mundo a través de la palabra de modo similar a como hace de verdad suyo al perro bautizándolo. Pero sólo de manera similar. No vale cualquier escritura para designar los pormenores de la realidad. La clave va de la escritura auténtica radica en el reconocimiento del objeto y la puntería para llegar a su esencia. Para despertar, y de ahí el alborozo, el alma invisible del objeto y capturarla. Aquello que existía y persistiría en el silencio de lo real y dentro del sistema de la afasia general del cosmos, pasa a habitar otro sistema: el sistema literario que identifica y nombra incandescentemente el mundo para alumbrar una segunda realidad. La segunda vida de la realidad, discernida, encendida, marcada y articulada para entendimiento, degustación y principio de la condición humana.