
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Una desgraciada dolencia de la edad se representa en el infortunio de dormir mal. No se conoce a persona madura alguna, medianamente respetable, que duerma como un lirón. La vida se acumula sobre la vida ya vivida pero, también, sobre los sueños de la vida ya soñados. Y, a la manera que sucede tanto con los espejos viejos donde la acumulación de óxido corría el azogue y denotaba tristemente su antigüedad, los sueños desportillados, discontinuos, oxidados dan cuenta de los irremediables desgastes que ha producido la vida. Se trata, en suma, de un achaque y una injusticia nocturna más, porque podría esperarse que yendo cada vez más directamente hacia el sueño eterno, el sueño diario fuera cada vez más propenso a incrementar su profundidad. Todo lo contrario, no obstante, es lo que de verdad ocurre. El sueño del anciano tiende a hacerse más leve y en lugar de adentrarse en la hondura del descanso se desliza apenas sobre él como una arenilla que apenas lo recubre y, en consecuencia, no llega hasta la médula de su aplomada curación. Este sueño en semivigilia viene a ser a la vez inarmónico y, en consecuencia, doloroso. Se desliza sobre el tiempo de la cama sin simetría ni proporción regular porque hallándose de hecho averiado crea una circunstancia accidentada tan sensible como vulnerable al menor sobresalto o emoción. No hay, en consecuencia, descanso nocturno para el ser más fatigado. O más bien: entendiendo correctamente las cosas habría que aceptar, pues, que es la fatiga la que nos está silenciosamente matando. Morimos, si no hay antes una hecatombe violenta, por sigiloso desgaste de los materiales y en una dirección tan continuada o irremediable que convierte, al cabo, la vida productiva en un resto y, en general, la presencia, la opinión, la conversación o la existencia entera del viejo en un elemento indefectiblemente inútil. Del útil dorado del bebé al inútil trasto del anciano. Del objeto-bebé al sobjeto del abuelo.