
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Se diría que aquella película de Losey, The servant,se reproduce bajo una u otra forma en casi todas las casas que conozco. En casi todas las casas que conozco el criado o a la criada deciden de un modo terne e incuestionable el orden final de las cosas y cuya autoridad, no siendo lerdos, acaba imponiéndose en una posible disputa, una ambivalencia o incluso en la tesitura de ser cogidos in fraganti en cualquier abuso o haber actuado con desidia en el elemental cumplimiento de su deber.
El sirviente se alza sobre el amo tal como el jefe sobre el subordinado y no tanto por la relativa fortaleza dialéctica de uno u otro como porque, en efecto, el primero tiene en sus manos al segundo, bajo su elocuencia, bajo su legitimación y a través de su mayor información. El amo deja en poder del criado una delegación que mediante su ejercicio repetido pasa de ser una concesión ancilar a convertirse en una posesión absoluta y de posesión absoluta en su correspondiente ejercicio de autoridad. Autoridad inversa o perversa, según the servant.
La delegación proporciona así una práxis tan brillante como eficiente, crea dependencias muy radicales y esas dependencias tejen una tras otra el duro cepo en que el amo queda preso, sometido, como en mi caso a un habla balbuceante y tanto más desatinada cuanto más se extiende y aumenta la extensión de la vulnerabilidad. Es decir, cuanto más fácilmente proporciona al sirviente la capacidad para zaherir, descalificar, reducir y hasta anular a quien pretende todavía actuar como un superior, ridículamente empingorotado en un trono al que el servidor ha aserrado y convertido, al cabo, en un escabel, sede inferior cuyo única sentido se expresa en el pago regular del estipendio que no viene a ser sino la ofrenda (insuficiente) que merece la gran figura de quien es decisivo, ineludible y supremos servidor.