Vicente Verdú
Aseguraba Freud que nuestra infelicidad está especialmente provocada por los recuerdos. Parece una simplificación, no cabe duda, pero teniendo en cuenta que el remedio prescrito por el psicoanálisis consiste en recordar y recordar, todo su procedimiento no es sino una catarsis, admisible desde el principio de los tiempos.
Ser más infeliz para superar la infelicidad, acentuar el dolor para llegar a través de su exasperación a la liberación de su acoso conlleva la fe en que los límites del ser humano acotan por sí mismo el dolor y, en consecuencia, pueden cercarlo y vencerlo. Agudizando voluntariamente el dolor no sólo el dolor alcanzaría un punto que, sin remedio, lo haría volver hacia atrás y debilitarse, sino que la fatiga empleada en su rescate y sobrexperimentación reduce las fuerzas para sentir, ya sea el gozo o el padecimiento derivado y en los labios brotará una tierna sonrisa, a la manera de las que se dibujan en quienes han dado a luz entre tormentos.
El hijo nacido de la memoria tormentosa sería, aquí, la lucidez del conocimiento; el fruto del dolor consistiría en la nueva capacidad para planear sobre él y distanciarse de su veneno puesto que lo peor de un sufrimiento radica, además de su objetiva laceración, en la subjetiva creencia de que recae sobre nosotros con el perverso propósito de hacernos particularmente daño. Cuando a un determinado sufrimiento lo vemos distribuido socialmente o grupalmente y no tanto personalmente su intensidad decrece. De este modo, en lugar de sentirlo como una desgracia personal, enviscada en nuestra vida, lo descubrimos como elemento de la existencia humana y, en consecuencia, como una fatalidad ciega, sin un ojo aciago dirigido particularmente a perjudicarnos.
Recordar en el psicoanálisis comporta un esfuerzo destinado a despegar de nuestro subconsciente la garra que nos ahoga y, al extraerla, contemplarla como un suceso que, a la luz solar, se revela parte de la existencia nuestra y de la condición humana general.