Vicente Verdú
Pensar y estar en un hogar durante toda la vida conlleva hoy asumir una decisión deprimente.
Un hogar nuevo aporta una de las mayores y más intensas sensaciones de experimentar el privilegio de estrenar otra vida más. Y de este cambio supremo, capital, no se benefician necesariamente los mayores capitalistas o los ciudadanos más desahogados económicamente. El cambio de domicilio puede producirse en cualquier clase social porque, en la gran mayoría de los supuestos, no es tan decisivo que tenga unos metros de menos o de más como que, de repente, la nueva vivienda elegida se presenta junto a nosotros habiendo perdido, ella nosotros y nuestra historia, un peso tan grande como incalculable: incalculable en años, en disgustos, en celebraciones y acontecimientos colectivos, en fiestas y accidentes, en nacimientos y en muertes horrendas.
Tras un determinado tiempo el hogar original va cargándose de objetos y memorias, manchas y vicios, caricias y restregones que atestan la cotidianidad de rutinas. Unas rutinas, y algunas de ellas cargadas de afecto, que en su ejercicio conocido asfixian más que los muebles deslucidos, los libros iguales y desgarrados, los objetos alineados o perdidos, recordados u olvidados de todo tipo.
Después de un tiempo de vida en esa casa concreta, invariable, constante, ese hogar no da más de sí y lo esperable es que repita sus taras más que sus virtudes o que sus virtudes, incluso, se nos presenten como menospreciadas debido a su peso y su repetición.
Efectivamente cada casa como ser vivo y sus enseres en cuanto prole contenida en su interior siguen una tendencia hacia la degradación, su misma luz participa de la misma entropía y su olor de una familiaridad tan acogedora como agotadora.
El hogar, cualquier hogar, hace de refuerzo o trinchera frente al mundo exterior y parecería que en la medida en que más se llena de elementos queridos o conservados mejor nos preserva. El revés, sin embargo, de esta realidad es que la suma por acumulación ciega o impide la suma que favorecería su holgura, la suma de lo acoplado nos reduce para acoplarnos o flirtear con otras realidades que se hallan un poco alejadas o incluso alrededor. Esta suma es igual a la resta de contactos nuevos y la pérdida de agilidad o aforo se comporta como un pesado anclaje que a poco que se pondere conduce a vislumbrar con demasiada precisión el fin de la vida. Un fin para el que gradualmente se preparan los pasillos, los baños, el cuarto y la cama donde perecerá sin falta de detalle alguno tal y como ahora se nos permite reconocer.
Hogares felices y magníficos acompañantes para otros son después como decaídos mausoleos que anticipan la conjunta defunción de su habitat y sus habitantes.
En arquitectura, el espacio se comporta como una crucial fuerza activa y de la misma manera que otras potencias motoras quedan rebajadas en su vigor con el paso del tiempo, ese espacio que al principio fue un acicate se momifica y su actividad persistente roza la penalidad.
Hallarse muy a gusto en el hogar encuentra su límite en el paso de la confortabilidad a la pasividad, de lo lozano a lo mustio y del encanto a la decantación.
Si ese lugar donde vivimos y donde supuestamente nuestro dominio es el más alto se resiste a ser transformado por efecto de su fosilización interna, la única alternativa hacia la salvación es abandonarlo. Sustituirlo por otro en donde aún seremos capaces de imaginar un nuevo proyecto de vida. Y lo que deberá, además, ser consustancial a este posible proyecto: la recuperación de vitalidad, la sustitución de la historia por la novedad y la eliminación, de paso, de todo aquello que nunca funcionó apropiadamente en la residencia de toda la vida.
Aferrarse pues a los domicilios, domiciliar la existencia antes de hora, es sellar antes que lo determine la enfermedad o la talla del nicho que nos acogerá eternamente.
Un hogar de antes, nacía y moría en el mismo lugar y con las mismas o muy parecidas personas dentro. Estas personas todavía cerradas componen el oscuro rastro de una época acabada y en donde ellas pasean como desplazadas.
Más que verse pues confinado por el tiempo y la quieta estructura de un determinado hogar, el nuevo hogar brinda espontáneamente, naturalmente, una dosis de un tiempo adicional recién fabricado y para la aventura de un porvenir sin hacer.
La inauguración de un nuevo amor de pareja podría servir para hacer muy parecidas consideraciones. Todo cambio de pareja es también un cambio de paraje. Quizás la diferencia, a favor del hogar o complementándose con el otro cambio personal de alcance, es que en ese nuevo lugar, por el hecho de ser un nuevo "establecimiento", permite sentir otro mundo por virtud de su nueva incardinación. Nuevas vistas, nuevos vecinos, nuevos colores y nuevos olores que se introducen y forman nuevos y curativos sueños. Puede que, en algún momento, en algún país se asuma como un principio ineludible de la felicidad humana la proposición de cambios de domicilios, bajo la recomendación de la medicina. Pero ya, ahora mismo, sin planes sanitarios de tipo alguno, cada individuo sabe, por experiencia directa o delgada que un nuevo domicilio es igual a una nueva celebración del mundo.