Vicente Verdú
"Para que una cosa se vuelva interesante, basta contemplarla largo rato", decía Flaubert. El mar que se extiende, sin embargo, ante mi chalet de Santa Pola actúa con tan avasalladora presencia que de no contener la visión su desaforada personalidad nos tragaría. El mar es eso lo que tiene: siempre se presenta de un vistazo como si él mismo irreprimiblemente conllevara de antemano un largo rato contemplándose, recreándose o perfeccionándose en una obsesiva autocontemplación sin tregua. Su rato es parte de su grandeza sin tiempo limitado. Dentro de su formidable extensión el tiempo se allana, bucea o se evapora. La persistencia de una vida sin fin ni sosiego, sin evolución ni medida se resuelve en la fluidez del mar y su superficie de alquitrán o acero. El dolor o la placidez, la placidez de este Mediterráneo que se despliega ante la casa tiende a confundirse de la mañana a la noche con la personalidad de los dulces demasiado orgullosos de sí y en cuya posible delicuescencia orgánica se suman los sabores de todos los colores escarchados. Este mar azul u azul marino reúne así la totalidad del arco cromático puesto que de una u otra manera predomina la importancia del brillo que no es sino el cristal de azúcar en donde se presenta su pupila y su óptica integral. La suprema cualidad, en fin, de hacerse a la vez obsceno y máximo observador, objeto de halago y dictador de la concupiscencia de la vista, su éxtasis y su ceguera.
¿Rechazar el mar? La mitología marina ostenta tan amplio prestigio y aglomeración que cualquier rechazo pone en cuestión a quien la cuestiona. No amar o admirar el mar vuelve al sujeto objeto de sospecha, porque condena ¿qué patología de la sensibilidad, qué obturación del corazón o impermeabilidad de la mente impediría bañarse en su belleza? Justamente el mar es la belleza totémica, democrática, satinada, masiva, refulgente, mágica. Hay tantos mares posibles, todos invariablemente bellos, que absorben no importa qué tributo de admiración. Ser hechizado por el mar coincide con el efecto del hechizo primigenio, materno, fundacional, piscícola y fácil. Mirar y mirar el mar no ayuda por tanto a convertirlo en nada mejor. Más bien la nueva contemplación exaspera la violencia de su resplandor y como un bestial espejo de verano nos lamina, como una claridad gigante nos vela, como una espacialidad sin piedad ni límites de interés, recibe nuestra vista y nos suicida.