Vicente Verdú
“No hay que darle vueltas –me decía Basilio Baltasar- la cosa se reduce a sota, caballo y rey”. O se escribe novela o poesía o ensayo. Quien no se atiene al régimen de estos géneros se convierte en un escritor extraviado o desaliñado. No se reconocerá perdido –sino todo lo contrario- el escritor pero para la recepción de los lectores comunes será errática y refluirá sobre su propia determinación.
Los escritores sin género no son, de ningún modo, escritores malditos pero vendrán a ser, en la práctica, marginados. Y no porque encripten su escritura o retuerzan sus temas sino porque, simplemente, no responden a las expectativas trazadas en el catálogo común. Incluso el lector más alejado de los libros, se tiene por un sujeto leído y tiende a aprobar aquello que coincide con su burda idea de lo aceptable y lo que no lo es, por su presunción de lo que es o no literatura reglamentaria. Los escritores sin género no es que sean difíciles de entender sino incómodos de tratar debido a la imprevisión de sus cánones. Porque lo primero, según aseguraba Basilio Baltasar, es la clasificación y el arquetipo. Después viene todo lo demás. Sin etiqueta, las obras valen menos o no valen nada a juicio del desconfiado e ignorante comprador.
El mayor sufrimiento de Proust –y de tantos otros genios de la literatura- se lo provocaba su incompetencia para definirse como poeta, como ensayista o como novelista. Escribir pero ¿escribir qué? Le decía su padre con las mismas palabras desperadas que clamaba el mío. Hay que escribir un prototipo para ganarse el rancho de la confianza vulgar. El modelo reconocible que se sigue otorga respetabilidad mientras puede parecer perdulario o inconsistente aquél cuya tarea no sucumbe al patrón común y su texto se propone llegar más lejos.