Vicente Verdú
Escribí hace años un libro sobre el fútbol (El fútbol: mitos, ritos, símbolos. Alianza Editorial) con la intención de tratar de explicarme por qué a los seguidores de un equipo nos influyen tanto sus victorias y sus derrotas. Ahora, durante el tiempo en que se ha celebrado este Mundial, no son sólo los seguidores de un equipo particular sino los patriotas apegados a la selección nacional han vivido con tanto énfasis su éxitos o sus fracasos que la magia de esa gran explosión y gran depresión queda todavía por entender. Yo escribí entonces y lo he hecho muchas veces más ofreciendo teorías de todo tipo pero llego al día de hoy en que todo lo dicho -por mí y por los demás- me parece del todo insuficiente para dar cuenta de lo que verdaderamente pasa.
Lo que pasa es tan exageradamente emocional y colectivo, contagioso y simbólico, que la vida, el mundo toma un aspecto u otro si gana o pierde el equipo. Y no sólo el mundo exterior se altera violentamente sino la vida interior, la creencia en el destino personal y todo eso.
De los maltratos a niños, mujeres, ancianos o animales tiene responsabilidad el fútbol, de las actitudes afectivas bondadosas y altruistas tiene responsabilidad el fútbol. Ser un apasionado seguidor de un equipo (no un simple aficionado) es equivalente a sumergirse en una atmósfera emocional de reacciones extremas. Y no se diga ya cuando esa integración se potencia con el nacionalismo salvaje.
Ha terminado el Mundial y todo regresa casi de golpe a lo que era. Simplemente, los partidos han cesado y con su ausencia reaparece una cotidianidad demasiado mediocre, mala o buena, más bien mala que buena y, encima, experimentándola a solas, sin el clamor del estadio, las calles, los campos, las azoteas, el corazón multiplicado por millones de corazones multiplicados.