
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
No hay vida, ni clase de vida, ni clase de ser humano que sea capaz de poner estabilidad y orden en su existencia. Por definición la existencia forma parte de lo externo, la externalidad o el perímetro indefinido donde nos desenvolvemos y en cuya extensión nunca hay modo de cuadrar y detener sus elementos. De este modo, un grado de ansiedad y confusión constantes se unen a la vida cotidiana a la manera de un malestar sin cura. O, incluso, el malestar persiste en la medida en que, no sabiendo que será absolutamente incurable, nos empeñamos en lograr su saludable desaparición.
La imposible desaparición del desorden más el grado de inquietud que conlleva son inherentes al ser y, en consecuencia, todo lo vivo se desordena, revuelve y vuelve a desajustarse mientras la muerte es el orden completo, perfecto y ajustado.
¿Justo también? La muerte es cruel y radicalmente injusta pero, claro es, en la medida en que sentencia desde un código que sólo a ella se puede aplicar y a partir de un púlpito que no puede palpitar. El resto vivo – el bullicio, la inquietud, el gozo o el dolor- son componentes de un universo desordenado y confuso las 24 horas puesto que nada puede ser tan claro, tan concreto y tan sencillamente imperfectible como la muerte.