Vicente Verdú
"Un cuadro bien compuesto es un todo encerrado desde un solo punto de vista", escribió Diderot en su artículo "Composiciones". Ese punto de vista, invisible al principio, constituye la molécula genuina de la creación.
La atinada composición decide el aura del cuadro de la misma manera que el alma, aún invisible, determina el aire de la vida. Si el gesto en la pincelada transmite el carácter del artista, la composición da a conocer su marca y su valor. De una composición a otra discurre una estética que viaja de lo más grotesco a lo sublime.
Pero, a la vez, la composición no puede hacerse notar a primera vista. Toda primera vista de un cuadro importante genera un asombro irracional, la sensación del accidente, imprevisto y turbador. No importa que la idea de la composición mágica se refiera a la pintura realista o a la pintura abstracta. El cuadro bien compuesto en el arte abstracto crea un mundo cuyo sentido se obtiene no precisamente del tema -el tema es lo de menos- sino de su capacidad para convertirse en fetiche, lo que no sería sino exponerse como un hecho exterior que habla convincentemente y por primera vez. De ahí el fracaso de los cuadros que impulsan a adjetivarlos como "bonitos". Los cuadros bonitos vienen a ser, casi sin excepción, copia de algo pre-visto, confirmaciones sentimentales de una experiencia que gusta de ese modo porque -aunque no lo recordemos- habita previamente en nuestro interior.
Ese cuadro "bonito" habla por boca de su adjetivo y su apreciación acaba pronto, brinda un recreo tópico y se esfuma. Por el contrario, el cuadro que cristaliza en su composición creadora actúa como un estreno y toma la naturaleza del suceso, adquiere el magnífico efecto del falso defecto, la formidable destreza de la mente coronada por el azar.