Vicente Verdú
Viajar es, en general, la forma más segura de ganar tiempo al tiempo. En una parte es así porque nos "distraemos" o damos rodeos que lo confunden. Pero, de otra, gracias al viaje y su oculta ley física, conseguimos que el espacio se convierta en tiempo a través de una eficiente martingala virtual. Siempre que viajamos los periodos son más largos, cada vez que nos distanciamos de la rutina el intervalo se ensancha.
Sería esto suficiente para celebrar los bienes (eternos o terapéuticos) que se derivan de la pintura. Gracias a pintar el autor se pinta y se repinta; gracias a pintar el autor altera el orden exterior y se apropia su caos temporalmente. Pero, además, corteja temerariamente con el mundo y con él mismo durante el baile del cuadro que tiende a marear el yo. (El yo o el incordio que nos roba en vano tanto tiempo).
Y no hay, por descontado, magia en todo esto. Sólo libertad. Porque quien pinta con la mente atada o no ama el vértigo solo alcanza una estética estática.
Siempre que un cuadro se presenta demasiado apegado a los que ya es el autor no procura sino un barato espejo de lo mismo. Sólo un cuadro que al autor mismo causa asombro denota que se ha viajado más allá.
Todo esto el artista debe tenerlo claro. Lo que suena igual a lo ya visto o lo que resuena como un pegadizo compás, tiene pocas posibilidades de añadir nada. El plus de tiempo procede de la sorpresa.
Ningún artista verdadero se creerá pues un amo del oficio. Los pintores son obreros de arte y el arte auténtico posee una vida libérrima. Libertad para crear, libertad para tratar con la pintura, libertad para ser otro. Libertad, en suma, para viajar sin cronómetro ni GPS a través del color, la vibración y el paisaje de un tiempo por estrenar.