Vicente Verdú
El Hermitage en el Prado es la correspondencia en Madrid de otra exposición, El Prado en el Hermitage, que se celebró a comienzos de este año y se prolongó hasta la primavera. Una y otra visita, más allá de la mera cortesía diplomática, forman parte de las varias celebraciones del llamado Año Dual entre ambas naciones y de cuyos fastos el acontecimiento más espectacular lo constituyen, sin duda, estas dos ricas muestras de arte cruzándose de aquí para allá.
En San Petersburgo, el envío de El Prado atrajo a 650.000 personas, el mayor número de visitantes en toda la larga historia del Hermitage. Esta exhibición de El Prado que se inaugura al público el próximo martes y se extenderá durante los siguientes cuatro meses y medio puede constituir otro gran éxito de público, gracias a Dios. Gracias a Dios y a la inteligente política de su director, Miguel Zugaza, que asumiendo las bondades del márketing y la importancia de la sociedad del espectáculo, se ha trazado una trayectoria museística que busca aumentar el protagonismo de la institución, estimular el interés general por la pintura y abrir las puertas a un público tan amplio como heterogéneo, sea formado por excursionistas o por madrileños, atraídos todos por la fiesta de lo espectacular. Las colas se dan ya por garantizadas.
Casi 180 obras componen la muestra y no son todas, efectivamente, del mismo valor pero reunidas y ordenadas brindan una oferta amena, tan variada como ambiciosa.
Variada porque discurre desde la orfebrería más elaborada al mítico Cuadrado negro, solo un cuadrado negro, el cero absoluto de Kazimir Malévich (Kiev, 1879-Leningrado, 1935). Y ambiciosa porque se afana tanto en hacer desfilar piezas relacionadas con la historia misma del museo de procedencia como de varias sobresalientes que cruzan los muchos caminos de la pintura universal.
Están presentes los retratos de Pedro el Grande, Catalina la Grande y Nicolás I, de cuyas colecciones proceden la mayoría de los fondos del Hemitage. Pero también puede contemplarse la pintura del propio complejo de palacios que trenzan el museo y varios lienzos de Benjamin Patterson (1748-1815), artista sueco y pintor oficial de la corte imperial, donde se plasman algunas vistas de la ciudad de San Petersburgo construida bajo el reino de Pedro el Grande en 1703 tomando los modelos de París y Amsterdam: una capital levantada sobre las riberas pantanosas del río Neva que fluye como una estela de plomo a los pies del majestuoso Hermitage.
Francia fue tan ejemplar en esos tiempos del siglo XVIII que el Hermitage no solo adoptó un nombre francés sino que llegó a albergar la biblioteca completa de Voltaire.
De tal veneración por lo francés se halla repleto el museo tanto en piezas decorativas firmadas por el joyero Carl Fabergé, autor del exquisito Vaso de flores, en cristal de roca, oro y diamantes, como el puñado de obras que también firman Monet, Cézanne, Matisse, Léger o Gauguin.
Otras selecciones generosas son las del San Sebastián de Tiziano, el Tañedor de laúd de Caravaggio, el Almuerzo de Velázquez y dos obras, Retrato de un estudioso y Caída de Haman de Rembrandt, etcétera.
Efectivamente la enumeración de este apabullante caudal, nombre a nombre, puede ser pesada y no decir mucho a quien no sea un verdadero especialista pero, sin necesidad de serlo, siendo tan solo un amante del arte, el Museo del Prado presenta ahora la ocasión de una experiencia magnífica para atraer a los curiosos con alguna sensibilidad en el organismo. De hecho, no necesitan exaltación algunas obras de estos autores ya míticos, como una seña emblemática de la pintura abstracta la visita se hace por sí inolvidable, en mi opinión, ante la Composición VI de Kandinsky.
El par de buenísimos cuadros de Picasso, el bello de Cézanne y el de Gauguin, los juegos más bobos de Delaunay-Terk, Morandi o Léger, son acompañados, y en varios casos desbordados, por la imponente obra de Kandinsky que justificaría, con o sin mi subjetivo apasionamiento, la entrada a la exposición de El Hermitage en el Prado.
Hay dibujos de Durero, de Rubens, Watteau o Ingres, un boceto en terracota de Bernini y una pieza de mármol de Antonio Canova. Hay otras decenas de obras atractivas pero, con todo, es difícil quitarse de la cabeza la soberana obra de Vasily Kandinsky (Moscú 1886- Neuilly sur-Seine 1944) que, pintada al óleo sobre un lienzo de 194 x 300 centímetros, supone el arranque del breve pero espectacular recorrido por la sala de pinturas del siglo XX.
Cada cual tiene sus preferencias, efectivamente, pero hay oferta para todos los gustos. El esfuerzo de trasladar un seleccionado fragmento del promiscuo Hermitage a España tras el regalo temporal de un trozo del Museo del Prado a tierras rusas, sirve para entender de qué modo un buen patrocinador, el BBVA, y unos avispados directores de museo, como el ruso Mikhail Piotrovsky y el español Miguel Zugaza, hacen posible que el arte cree suceso y, a partir de ello, el gozo de una multitud que sin duda culminará la idea contemporánea de toda la cultura.